06 Abr Vivir más y con salud
La mayor longevidad obliga a replantear ciertas estructuras heredadas de épocas anteriores
EL PAIS
Una afortunada combinación de factores ha hecho que los españoles estemos en una posición envidiable dentro de una de las estadísticas más relevantes a la hora de medir el desarrollo de una sociedad: el de la esperanza de vida. Los niños que nacen ahora tienen el doble de esperanza de vida que sus bisabuelos. Un reciente estudio muestra que entre 1910 y 2009 los hombres pasaron de una esperanza de vida al nacer de 38,8 años a 78,4, y las mujeres de 42,6 a 84,5. Y sigue mejorando a razón de tres meses y medio por año; cada cuatro años, sumamos uno a nuestras expectativas de vida. En 2012, el promedio para hombres y mujeres era de 82,8 años, y en el caso de las mujeres alcanzaba los 85,1, solo superadas en el mundo por las japonesas, que llegan a 87.
En apenas cuatro generaciones hemos añadido más de 40 años a la expectativa de vida media; si no cambian las condiciones, la mitad de los niños que nacen ahora en España vivirán más de cien años. Como en el resto de países avanzados, la reducción de la mortalidad infantil explica la mitad de la ganancia. Se ha conseguido gracias al control del embarazo y el parto, al sistema de vacunación obligatoria y al control de las enfermedades infecciosas. A ello hay que añadir la prevención y tratamiento de las enfermedades cardiovasculares (ictus e infartos) y, en menor medida, las mejoras en la supervivencia del cáncer. Se trata de factores muy vinculados al desarrollo económico y a la existencia de políticas de salud pública y de bienestar social, como se ha demostrado en algunas zonas de la antigua Unión Soviética, donde la esperanza de vida ha retrocedido conforme empeoraban las condiciones sociales.
La mayor longevidad plantea desafíos importantes que deben ser afrontados. Pero este gran avance de la humanidad no debe ser visto como una catástrofe (como a veces parece), sino como una oportunidad. La mayor parte de la vida ganada goza de buenas condiciones de salud, lo cual significa que hemos prolongado la capacidad de producir y crear.
Aunque es cierto que con la mayor longevidad aumenta el número de patologías crónicas que atender, el coste es asumible. Diversos estudios muestran que la mayor parte del consumo sanitario de una persona se produce en los últimos cinco años de vida, independientemente de la edad a la que muera. Con ser importante, el problema sanitario es manejable. Pero la mayor longevidad debería llevarnos a replantear ciertas estructuras heredadas de una situación anterior. Por ejemplo, los límites de la llamada tercera edad o el concepto mismo de vejez. ¿Se es viejo a partir de los 65-67 años porque esa es la edad de jubilación? ¿Tiene sentido que una persona en plenas facultades deba salir forzosamente de toda actividad productiva? En la actual coyuntura, con la dificultad para los jóvenes de encontrar empleo, difícilmente estaremos en condiciones de aprovechar el potencial productivo ganado. Pero ese debería ser el objetivo.