12 Abr Tenemos que hablar de tu enfermedad
La gestión de las palabras se complica cuando un ser querido padece una enfermedad grave. Usar expresiones idóneas puede ser la mejor ayuda.
FERRÁN RAMÓN-CORTÉS
A Carlos le diagnosticaron un cáncer de pulmón. La triste noticia fue un shock para toda la familia. En una de las sesiones de quimioterapia, quiso hablar con su hermano:—¿Sabes? No me da miedo la muerte. Lo que me angustia es todo lo que me voy a perder de mis hijos. Su hermano se apresuró a contestar:—No digas estas cosas. Todo esto no tienes ni que pensarlo. Entonces cambió hábilmente de conversación.
Este es el típico diálogo que no ayuda en absoluto al enfermo. La respuesta de su hermano respondía más a su angustia que a la de Carlos. Lo preocupante es que cuando la enfermedad llama a la puerta de casa, esta es la reacción que solemos tener. Cuando alguien querido pasa por una situación así, lo primero que sentimos es miedo, y generalmente una gran impotencia. Nos gustaría ayudarle, poder curarle. Sufrimos y es natural que lo hagamos. El problema es que nuestro dolor muchas veces nos lleva a hacer cosas que van en contra de lo que el afectado necesita. Si quiere hablar, hablemos. Si quiere distraerse, distraigámonos juntos. Tenemos que hacer todo lo posible por estar al servicio de su angustia, no a merced de la nuestra.
En este contexto, relativizar las cosas, evitar conversaciones o cambiar de tema (“no pienses en eso ahora”) son manifestaciones que no ayudan. Puede darse el caso en que el dolor sea tan insoportable que incluso nos distanciemos sin darnos cuenta. Pero tenemos que acompañarle incondicionalmente. Es vital que no note nuestros temores porque reforzarán los suyos.
¿Qué hacer si nos pregunta por la evolución de su enfermedad? Está claro que solo un médico puede responder esa cuestión. Pero muchas veces el enfermo insiste en saber nuestra opinión. Quizá porque detrás de un “¿tú cómo me ves?”, lo que busca es un mensaje de esperanza. Hay que tener mucho cuidado y pensar dos veces lo que se va a decir. La respuesta no siempre tiene que ser explícita y directa. El hecho de que el enfermo pregunte no significa que podamos y debamos responderle con toda la transparencia del mundo, y menos si realmente no estamos capacitados para ello.
Si tenemos información sobre su estado de salud, es fundamental no decidir por ellos lo que “les conviene saber”, y no dar respuestas que no nos veamos capaces de articular desde la serenidad y el amor. Muchas veces nosotros no vamos a tener la explicación correcta. Lo mejor será ayudarles a dar con quien realmente pueda hacerlo, sin asumir directamente toda la responsabilidad.
Momentos mágicos. La enfermedad abre tiempos de incertidumbre y sufrimiento, pero también genera instantes muy valiosos de compenetración e intimidad entre las personas. Si se presenta la ocasión, recojamos el guante y evitemos huir. Nos brindan la oportunidad de hablar de cosas muy valiosas que hay que gestionar con tacto y mucho cariño. Debemos tener valor para afrontar estos momentos, pues son la mejor ayuda que podemos prestar. Estas escenas crean puentes de confianza indestructibles si la enfermedad se supera, y propician, en cualquier caso, una gran dosis de serenidad.
No perder la esperanza. Muchas personas sienten que al hablar abiertamente del cáncer se corre el riesgo de que quien lo sufre pierda la esperanza. Pero sus fuerzas flaquearán cuando nos vean a nosotros sin ellas. En estas circunstancias, el enfermo tiene una gran sensibilidad para captar nuestros gestos, el tono de voz, y hacerse una idea muy precisa de lo que se nos pasa por la cabeza. Si no somos capaces de ver la luz, tenemos que trabajarlo. Solo después podremos abordar el diálogo.
En estos baches del camino, todos —tanto los que padecen en sus carnes la tragedia como los que ven cómo su vida cambia radicalmente porque peligra la de un ser querido— necesitamos mucho amor. Todas las palabras que salgan de ahí serán, sin duda, acertadas.
Aproximarnos con delicadeza al que sufre
La dolencia grave de un ser querido provoca una situación de máxima angustia. Un dolor que condiciona la manera en que nos comunicamos. Estas son tres pautas para ayudar de verdad a la persona enferma a través del lenguaje:
— Escuchar. La mejor ayuda que podemos prestar es ofrecer nuestros oídos y la total disposición. Esto significa crear un espacio en el que la persona enferma pueda expresar lo que necesite. Tenemos que escuchar sin juzgar, sin rehuir las conversaciones complejas y sin interrumpir. Así, la otra parte podrá ordenar sus ideas y compartir sus miedos.
— Comprender. Resulta esencial no dar un solo paso sin haber entendido bien lo que nuestro interlocutor requiere en cada momento. No nos adelantemos y actuemos según lo que nosotros necesitaríamos si estuviéramos en su lugar.
— Facilitar. Hemos de proporcionar al convaleciente aquello que nos pide, siempre que seamos capaces de asumirlo. Es muy importante que también nos cuidemos nosotros y no nos ocupemos de tareas que sobrepasen nuestra capacidad. Si nos sentimos desbordados, es mejor pedir ayuda. En este trance no favorece nada sentir también soledad.