Superdotados, el puzle de las altas capacidades

Superdotados, el puzle de las altas capacidades

De cada cien personas, dos o tres tienen una mente maravillosa. ¿Pero ser superdotado es el paraíso o el infierno? Las altas capacidades intelectuales hacen pensar y sentir de otra manera.

JOSÉ LUIS BARBERÍA

Ya no busco causas a mi pensamiento desmesurado, ya no me comparo. Conocer mis capacidades era la pieza perdida del puzle y el diagnóstico es la tregua con el pasado que me permite reconstruir el presente y disponer de un filtro precioso con el que ver la vida”. Es la reflexión de una joven universitaria de 20 años diagnosticada como superdotada que en su pasada crisis emocional llegó a creer que padecía un trastorno mental.

Dos o tres de cada cien personas piensan y sienten de manera diferente al patrón general. Discurren, aprenden y procesan más rápido. Son mentes excepcionales, capaces de desarrollar una actividad neuronal tan intensa que los neurobiólogos han acuñado la expresión “cerebro en llamas” para describir las imágenes registradas mediante escáner que dan cuenta de su rendimiento intelectual. Lo suyo es el pensamiento arbóreo: una idea conduce a otra idea y esta a otra creando ramificaciones. Sienten también de manera distinta porque poseen una elevada sensibilidad emocional que puede hacerles más vulnerables. Su hábitat es un bosque intrincado de ideas y sentimientos, cercado por tópicos y estereotipos. Y atacado, a veces, por la animadversión que suscita la diferencia. Los superdotados huyen de ese estigma y reivindican su personalidad, conscientes de que el cociente de inteligencia (CI) puede ser una trampa, un arma de doble filo. ¿Ser superdotado es el paraíso o el infierno, una fortuna o una maldición, motivo de regocijo o de desgracia? ¿Y qué es la inteligencia?

“Miraba a mi hijo y sentía como si tuviera delante a dos personas: una era el adulto a quien se le podía hablar de cualquier cosa; la otra, el niño que en realidad era y que no comprendía ciertas actitudes propias de las debilidades humanas. ¡Y yo nunca podía saber con cuál de las dos personas iba a hablar!”. Es la impresión más vívida que Montserrat Martí Sol, barcelonesa de 53 años, conserva de la niñez de su hijo, Jaume.

En la infancia de las personas con altas capacidades intelectuales, el niño y el adulto cohabitan en el mismo ser en una simbiosis singular. Su alto grado de desarrollo mental —tres, cuatro, cinco años superior al que les correspondería por su edad— se asienta en un fondo emocional tan infantil y vulnerable como el de sus compañeros, si no más. Bajo su aparente desgana escolar, que les lleva en muchos casos a ser diagnosticados erróneamente con un trastorno de déficit de atención (TDA), late en ellos un desbordante entusiasmo por el conocimiento, una desmesurada pasión por las palabras y una querencia obsesiva por los números. Textos y ecuaciones, problemas y enigmas desfilan incesantemente a gran velocidad por sus bien engrasadas autopistas mentales sin que el sueño pueda actuar siempre de eficaz interruptor.

El incremento sostenido del cociente medio de inteligencia, registrado a lo largo del siglo XX gracias a la mejora nutricional y tecnológica, ha empezado a detenerse en los países más desarrollados. Mientras tanto, se intensifica la búsqueda global de talentos con que hacer frente a los nuevos retos de la humanidad. Aunque los porcentajes varían en función de los criterios aplicados, es un hecho que al menos el 2,28% de la población mundial está capacitada para alcanzar los 130 puntos en los test de inteligencia, la línea establecida convencionalmente a partir de la cual se declara la superdotación intelectual. El número de alumnos de estas características detectado en España en el curso 2015-2016 ascendió únicamente a 23.745. Se calcula que solo en la enseñanza no universitaria existen otros 180.000 no identificados y, en consecuencia, privados de las ayudas escolares previstas para ellos. El 60% de los niños llamados “superdotados” puede estar abocado al fracaso escolar. Talento que no se cultiva ni identifica correctamente, talento que corre riesgo de malograrse. ¿Es la falta de aprovechamiento del ingente caudal de inteligencia que se pierde por los sumideros de la desinformación, la inercia y la rigidez estructural del sistema educativo lo que explica la pobre representación de los alumnos españoles clasificados como “excelentes” en los informes PISA?

Muchos alumnos con altas capacidades optan por mimetizarse en el paisaje escolar convencional para librarse del sambenito de raro y no desatar rechazo. Hay que olvidarse del arrollador chico listo triunfador líder de la clase. Y fijarse más bien en aquella alumna despistada, habitualmente abstraída en sus pensamientos, que no puede dejar de discutirle al profesor aquello que no le parece razonable. Observe también a ese otro chico que está solo en un rincón del patio mientras los demás corretean tras la pelota. O al niño que cuenta los peces de la pecera y construye su propio mundo de objetos. Los que se autoproclaman sobresalientes y dicen que sacaban muy buenas notas contribuyen al error que lleva a la gran mayoría de profesores a identificar erróneamente como superdotados a alumnos que manifiestan buen rendimiento escolar. Hay de todo en el muestrario de los superdotados ilustres o glamurosos declarados: Stephen Hawking, Steve Jobs, Bill Gates, Bobby Fischer, Gary Kaspárov, Marilyn vos Savant, Arnold Schwarzenegger, Geena Davis, Paris Hilton, Shakira, Nicole Kidman, Sharon Stone, Quentin Tarantino… Pero lo que no resulta extraño es que el estudiante de altas capacidades sea visto como el tonto, por despistado, de la clase.

Lea Vélez, 47 años, madre de Michael (10) y Richard (8), tiene en casa sendas muestras del cambio brusco de personalidad que experimentan muchos estudiantes con altas capacidades. Es la prueba de cómo niños comunicativos, dinámicos y felices en casa se transforman en estudiantes pasivos, retraídos e infelices en el colegio. “Los mismos que en casa no se callan ni debajo del agua y no paran de hacer preguntas y observaciones difíciles e ingeniosas enmudecen en clase porque se aburren mortalmente”. Guionista y escritora, Vélez sostiene que el sistema no sabe muy bien qué hacer con los superdotados pese a que, sobre el papel, se ofrece la posibilidad de ampliarles o enriquecerles el temario, añadirles dos asignaturas e, incluso, pasarles de curso. “Nuestros métodos educativos están basados en la reiteración, cuando, precisamente, estos niños, que tienen su fuerte en las áreas intelectual y verbal, abominan de la repetición y la rutina”, prosigue Vélez. “Los profes los consideran vagos, pero ¿cómo no se van a aburrir de conjugar el verbo croar si ya a los cinco años me pedían que les indicara las partes del oído, me preguntaban de qué estaba hecha la lengua por dentro y me explicaban que los cables son la venas de la electricidad? Fíjese, cuando tenía ocho años, Michael me planteó la siguiente cuestión: ‘Mamá, ¿por qué los astrofísicos creen que el origen del universo fue el Big Bang? Si es el inicio de todo, ¿cuál es el detonante? ¿Cómo puede una explosión ser el origen de todo sin detonante?’. A mí me han enseñado a fascinarme por cuestiones de física, química y astronomía. Aprendo mucho con ellos”.

A juicio de esta escritora, la alternativa pasa por mejorar la formación del profesorado y aumentar las clases extraordinarias de enriquecimiento escolar. “El mismo niño que a grito pelado se aferraba a la barandilla porque no quería ir al cole, se levantaba, se vestía él solo y me esperaba impaciente junto al coche para que le llevara al curso de enriquecimiento de física y química”, dice Vélez. “Y al revés: uno de mis hijos ha tenido soriasis y ataques de asma ante la proximidad de una de esas pruebas tediosas que tanto les horrorizan. Ver el ejercicio y empezar a rascarse por el cuerpo es todo uno”. Los estudios de la asociación internacional de superdotados Mensa confirman una prevalencia mayor de las enfermedades asociadas al estrés y la ansiedad entre las personas con alto cociente intelectual.

Muchos superdotados han pasado por la escuela, la vida social y el trabajo sin problema alguno. Más bien, bendecidos por sus capacidades: su potencia de aprendizaje, su creatividad, facilidad para los idiomas o las matemáticas. Pero otros conocen bien, por experiencia propia, el acoso escolar. “Yo era el pitagorín que no caía bien a nadie, tampoco a los profes, dada mi tendencia a hacerles preguntas incómodas”, dice José Beltrán-Escavy, doctorado en Robótica por la Universidad de Tokio y examinador en la Oficina Europea de Patentes de La Haya. “Con 14 años, un grupo de alumnos me colgó del cuello con la cuerda de una persiana y les faltó poco para haberme matado. Me quedó una marca morada en el cuello durante tres semanas. A los 21 años, entré en la asociación Mensa. Probablemente, eso me salvó de convertirme en un amargado insoportable y solitario”.

—¿Qué le ha aportado tener un alto CI?

—Una capacidad de sintetizar muy grande que me permite retener información y encontrar conexiones entre datos separados. También una memoria bastante buena y facilidad para los idiomas: aprendí catalán en 15 días, japonés en 6 meses, alemán básico en 2 meses y rumano en 6 días. A cambio, tengo una ligera discalculia (dislexia para los números). Para cualquier cálculo matemático necesito tirar de lápiz y papel, o de calculadora.

—¿El CI ha contribuido a su felicidad?

—En conjunto, supongo que sí. Si me hubieran hecho esta pregunta a los 14, mi respuesta habría sido diferente.

Muchos superdotados no han olvidado la percepción de ajenidad que les produjo el primer encuentro con sus compañeros de clase. “Yo los veía como unos brutos gritones y ellos, a su vez, me veían a mí diferente”, recuerda Ramón Campayo, 52 años, natural de Albacete, campeón del mundo de memoria en nueve ocasiones. “Me mantuve en mi mundo, en un rincón, sin amigos. Supe que tenía que tratarme a mí mismo con cariño y aprendí a aceptar que siempre habrá personas a las que les caerás mal”. Con más de 190 de CI, este hombre puede leer 2.500 palabras por minuto y memorizar 124 números en cuatro segundos. Dice que la técnica y el ejercicio memorístico pueden más que las capacidades innatas. Y añade que, cuando compite, el voltaje de su actividad neuronal se le dispara hasta los 42 grados de temperatura. En una ocasión tuvo que ir al médico porque su cabeza estaba a punto de estallar con “la fiebre de la inteligencia”.

La maldición de la inteligencia es el título del libro en el que la psicóloga clínica Carmen Sanz Chacón aborda los problemas que conducen, según ella, al fracaso personal y profesional a la mayor parte de las personas superdotadas. En Demasiado inteligente para ser feliz, la psicoterapeuta francesa Jeanne Siaud-Facchin sostiene que las altas capacidades conllevan fragilidad emocional y sufrimiento asociado a la sensación de inadaptación permanente y grandes dificultades para seleccionar, gestionar y organizar la ingente información que reúnen. Algunos expertos han detectado de manera inequívoca en los superdotados un dolor existencial intrínseco. Les atribuyen un particular compromiso con la justicia, la verdad y la solidaridad/empatía hacia quienes sufren. Cabría añadir una acusada sensación de incomprensión permanente y la necesidad de salir de la soledad y de buscar al “otro” entre sus pares, preferentemente. De ahí que sean tan frecuentes las parejas formadas por personas con altas capacidades.

“La superdotación es una forma de ser, pensar y sentir distinta, pero por sí misma no impide alcanzar la felicidad”, indica Maite Garnica, pedagoga y autora del libro ¿Cómo reconocer a un niño superdotado? “Las características cualitativas emocionales se manifiestan como diferentes a la mayor parte de la gente”, prosigue Garnica. “Tiende a cuestionar su valía, posee una baja tolerancia a la frustración, es altamente susceptible, soporta mal los motes y resulta víctima de un afán perfeccionista que conduce a la insatisfacción”. Establecido que cada superdotado posee un perfil diferente, esta pedagoga detecta en esos niños individualismo derivado de la falta de intereses compartidos con sus compañeros y de su gran capacidad de comprensión de los conceptos abstractos, además de una curiosidad temprana por las cuestiones filosófico-religiosas trascendentales. Disponen, igualmente, de un elaborado sentido del humor y una percepción sensorial de la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto más acusada de lo normal. La precocidad y la memoria serían indicativos de un alto CI, aunque no marcadores definitivos. El mismo CI es visto cada vez más como una referencia mejorable, de contornos difusos. ¿Qué pasa con los que obtienen 129 puntos en lugar de los 130 establecidos? ¿Acaso la distancia entre estos últimos y los que superan los 160 puntos no es mayor que la que existe entre los “raspados” y el resto que, en el 70% de los casos, se sitúa en la banda entre 87 y 114 puntos?

Atendiendo a su experiencia, Garnica subraya la necesidad de combinar la inteligencia intelectual con las técnicas de “inteligencia emocional” que permiten conocerse mejor, gestionar las emociones y desarrollar la empatía y la asertividad hacia los demás, de forma que la tendencia al fracaso que se observa en muchas personas con alto CI se transforme en éxito personal y social, en bienestar anímico. “Si el superdotado no aprende a controlar y a poner consciencia sobre sus pensamientos, son estos los que dominan su mente, sus emociones y su vida”. Como directora del madrileño Centro Especializado en Superdotados (CES), Garnica ha visto a madres romper a llorar al saber la condición de superdotado de sus hijos. Este es su consejo a los padres: “No teman, su hijo podrá ser feliz. Hay que contarle que tiene un alto cociente intelectual y que no es raro, sino especial. Este es un paso primordial, cuestión de salud pública, porque ellos se sienten mejor cuando saben lo que les pasa y constatan que no es nada malo”.

De hecho, abundan los testimonios que ratifican la compatibilidad entre las altas capacidades y un razonable bienestar emocional. “No comulgo con quienes lo asocian con la desgracia”, señala Jesús Landart, 57 años, vecino de Irún. “Más vale ser listo que tonto, pero no tenemos mérito ni demérito por ser como somos. Todo el misterio es que nacemos con mayor dotación intelectual. El esfuerzo, el tesón y el trabajo pueden dar mejores resultados que la inteligencia no aprovechada”. Landart piensa que el rasgo común es la curiosidad por el conocimiento resultante de la mayor facilidad para entender conceptos abstractos. “Es lo que en euskera llamamos jakinmina (dolor, ansia de saber)”, concluye.

elpais.com/elpais/2018/03/16/eps/1521200603_126765.html



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