03 Jul ¿Se puede ser feliz a los 80?
Felicidad y vejez es un binomio compatible. Trini, Nati, Agustín o Liria son el ejemplo.
CONCHA LAGO
NUNCA es tarde para ser feliz. Nunca se es demasiado viejo para poder vivir con alegría la madurez, esa etapa que puede asociarse a sentimientos negativos e ideas tristes, pero que también puede ser un momento dulce. El aumento en las expectativas de vida plantea el desafío de tener un envejecimiento positivo para dar calidad de vida a los años que queden por delante. Los estudios así lo dicen y Trini, Nati, Liria, Agustín o Patro lo confirman.
Ellos ejemplifican que se puede envejecer sintiéndose satisfecho. Es verdad que tienen achaques, y que la enfermedad les acecha, pero el envejecimiento activo es, para ellos, su mejor receta de vida. Y sobre todo disfrutar con las cosas pequeñas y simples. Estos chavales suman varios siglos a cuestas derrochando vitalidad y optimismo, aunque sus condiciones físicas y mentales les jueguen, en ocasiones, malas pasadas.
«Revuelvo mucho»
Las limitaciones propias de la edad y la pérdida de autonomía no son un obstáculo para Trinidad Moro, que vive en la residencia Kirikiño con su marido, plenamente integrada. Pizpireta y desenfadada, reconoce que, pese a sus 83 años, «revuelvo mucho» y «participo en muchas actividades». Un problema de mala circulación le privó de su pierna derecha y le llevó a la residencia. «Yo ya no estaba para cuidar a mi marido, que también está enfermo y se nos cae mucho, y aquí estamos los dos estupendamente», afirma sonriente.
Trini es un no parar. «Ahora me dedico a pintar sobre tela, pero el año que viene quiero hacer bolillos y pintura». Esta semana anda a vueltas con unos cojines de 70×70 que le traen de cabeza. «Primero calco el dibujo y luego lo pinto». Pero también es una artista de las flores con pantys, y familia e internos se rifan sus creaciones.
Por la mañana hace gimnasia, «barra, estiramientos de brazos y piernas y esas cosas», recita como el pan nuestro de cada día. Pero a ella le gustan especialmente las clases para despejar la cabeza, «sí, esas en las que nos obligan a recordar números y nombres». Como buena parlanchina, es corriente que a Trini la manden callar. «Enseguida intervengo en la clase y siempre me dicen; Calla, déjales que piensen». «Lo pasamos muy bien. Si uno dice que es de Bilbao, el otro enseguida le suelta que él es del Botxo… Aquí no estamos nada deprimidos aunque a algunos les falla la cabeza. Fíjate que una va diciendo que tiene cuatro carreras…», bromea Trini, que se defiende estupendamente con su silla de ruedas y solo necesita que le echen un cable para colocarse la prótesis.
Ella ha aprendido a superar los tropiezos, a afrontar acontecimientos adversos y a plantearse metas fáciles de lograr para poder ser feliz con las pequeñas cosas. Por eso, Trini es una experta en emociones y en compensar los acontecimientos negativos que le ha deparado su colección de arrugas.
«He tenido un susto»
Liria es otro buen ejemplo de sabiduría. A sus 89 años -para 90 en julio-, está algo pachucha. «He tenido un susto», sentencia con su voz cascada por la falta de aire y por, como ella llama, sus dolencias. Con 13 años de residente en Kirikiño, ha sabido superar los obstáculos que se ha encontrado por el camino. Ahora mismo sufre un deterioro importante con pérdida de visión, audición y movilidad que no le impiden participar en esta entrevista ni en casi nada de lo que se le propone. Aun así es feliz, porque cognitivamente está bien y es muy positiva. Afirma que una de las mejores fórmulas para cruzar esta meta de casi nueve décadas es «saber olvidar las cosas malas». Aunque ahora necesite reposo, si te descuidas se pone a hacer ganchillo o crucigramas, sus grandes pasiones.
Liria no quiere perderse ni un minuto y por eso tiene en su mesilla un reloj con unos números casi gigantes. «Me gusta estar al día», explica esta lectora empedernida que también se ha visto obligada a dejar de lado la lectura. Cuando pueda, Liria se bajará de la cama y cogerá su silla de ruedas, aun a riesgo de quedarse atascada. «Es que la silla tiene medidas especiales y el otro día eché para atrás y me atasqué», le explica la maniobra a su nieta Clara, que ha venido desde Donostia a visitarla.
A pesar de que estos días anda con poco apetito -«que hoy me traigan un caldito», pide, devolviendo las vainas y el pescado-, Liria reconoce que el día de su cumple encargará tarta de chocolate para todos los residentes y así se lo hace saber a Begoña Guerenabarrena, la supervisora de la residencia. «Lo ideal es que cada uno esté en su casa hasta que pueda, pero cuando se vuelven dependientes, esta es una buena alternativa», resume. En sus muchos años de trabajo, ha comprobado la transformación que sufren muchos de los residentes. «A veces llega gente triste, desganada, y en el grupo empieza a despegar», señala. Mariluz, que tiene allí ingresado a su aita Andrés, comparte que la residencia es un espacio amable. «Aquí están fenomenal», asegura.
«Me arreglo bien»
A sus 84 primaveras, Nati Muro aporta una mirada diferente de la vejez que derrumba prejuicios. Acude en régimen de centro de día por decisión de sus dos hijos, ya que vive sola y la notaban apática y solitaria. En tres meses, su carácter ha dado un vuelco y participa en todas las actividades y se relaciona con todos. «Vengo de nueve de la mañana hasta después de merendar a las siete o hasta que me apetece». Le apetece tanto que el pasado domingo, una siesta larga le traicionó y apareció en la residencia a las nueve y media de la noche. «Es que hacía un día tan claro, había tanta luz, que me despisté y pensé que era por la mañana», explica mientras confecciona unos collares.
Sin embargo, su gran amor es la costura, «trabajé en ello, cosí para fuera», relata. Por eso sus dos hijas y sus cuatro nietos siempre le encomiendan alguna labor. «Los delantales son mi especialidad, pero ahora estoy arreglándole una camisa al nieto que ya tiene 33 años y se la voy a dejar como nueva». Nati, impecable con su cachaba, habla maravillas de sus dos biznietos, de cuatro añitos y dos meses y pico. «Iñigo -se acuerda a la primera- y … déjame que piense… Markel», pronuncia con la satisfacción de una memoria cumplidora.
«Estoy muy contenta», dice deshaciéndose en elogios hacia una de sus cuidadoras, Lorea, «la más maja». A la hora de cenar se arregla bien, «me preparo algo limpio, pescado, una tortilla francesa y un vaso de leche», dice, cumpliendo dieta a rajatabla.
«Nadie espera esto»
Con Agustín, como le gusta que le llamen -aunque se llame Bautista Agustín-, queda demostrado que cuando los mayores tienen proyectos e ilusiones lo pasan extraordinariamente. Muy conocido en su entorno ya que ha tenido un negocio propio, Cuadros Agustín en Santutxu, comparte todo con su mujer Patro, quien acude diariamente a la residencia y come con él allí los fines de semana. Para algo llevan la friolera de 56 años casados. Con medio cuerpo paralizado, Agustín tiene la agenda de visitas repleta, familiares, amigos, vecinos del barrio… y está feliz.
Se ha pasado toda su vida como un roble, pero hace un tiempo le dio un ataque y empezó a flaquear. «Son cosas que le pasan a cualquiera y no sabes que es peor, si esto, si el Alzheimer…», se consuela. Por eso los días buenos, Patro le saca en su silla al parque y se van a dar un paseíto en el que no falta un vino Rueda y las rabas.
Patro vaticina que ella también acabará en una residencia, «lo tengo más que asumido», subraya. Aunque nunca sabes lo que te deparará la vida. Nosotros no pensábamos para nada en esto, pero la hija se rompió un brazo en un accidente y no nos podía cuidar, la chica que venía a casa se puso mala con depresiones y tuvimos que ingresar a Agustín, porque él estaba malito y yo, agotada. En casa ya no le podía atender, y Bego, la supervisora, nos dijo: Venid cuando queráis. Y aquí estamos, maravillosamente», concluye.
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