01 May Salud mental: la otra pandemia.
Los únicos responsables que podrían evitar el síndrome de Burnout y los SEPT son los líderes políticos, a expensas de tomar consciencia de los riesgos para la salud mental que afectan a los trabajadores sanitarios.
Alberto Soler
El objetivo de los coautores de este artículo es compartir la experiencia profesional de todo un año (2020) en el que, debido a las medidas de prevención de contagio impuestas por la pandemia del Covid-19, hemos atendido a nuestros pacientes únicamente por vía online. Mas que escribir un artículo clínico como en otras ocasiones, nuestro deseo ha sido transmitir de un modo comprensible para cualquier lector lo que hemos aprendido de nuestros pacientes respecto al modo en que la pandemia ha influido en la salud mental de la población.
Afortunadamente, la campaña de vacunación masiva contra el Covid-19 ha abierto puertas a la esperanza tras doce meses de incertidumbre. Todo apunta a que conforme se inmunice a la población la confianza se irá imponiendo sobre el miedo. No obstante, hay que ser conscientes de que el impacto psicológico ocasionado por la pandemia permanecerá durante un largo periodo de tiempo y repercutirá en la salud mental de un amplio sector de la población.
Si ya de por si el ritmo de vida previo a la pandemia era estresante, tanto el miedo a contraer el Covid-19 como el cambio forzoso de nuestras rutinas han fomentado todavía más el estrés. Los criterios de normalidad que ahora rigen en la sociedad son distintos a los previos a la pandemia.
Muchos son los factores que influyen en el impacto psicológico de la pandemia: enseñanza online; teletrabajo; telemedicina; precariedad económica por cierre el cierre de pequeños comercios; pérdida de puestos de trabajo; relaciones sociales alteradas por las normas restrictivas; sesgo fatalista de los informativos que predisponen a un estado de alerta permanente y miedo a la enfermedad y a la muerte… y así un largo etcétera.
Son muchos los cambios que se han producido en la sociedad desde el inicio de la pandemia. Los niños que aun eran bebés cuando aparecieron los primeros casos, se han acostumbrado a que toda la gente vaya con mascarilla y esa es para ellos la única normalidad que conocen.
Todo ha cambiado con la pandemia, hasta nuestra salud mental
En lo referente a la salud mental, ha aumentado considerablemente la demanda de atención por parte de pacientes que estaban estabilizados y de pronto han experimentado un empeoramiento en sus respectivos procesos. Antiguos pacientes que llevaban meses o años dados de alta están pidiendo cita a sus psiquiatras o psicoterapeutas por reaparecer su antigua sintomatología.
También se diagnostican muchos nuevos casos (sobre todo por ansiedad, angustia, estrés, fobias…) en personas sin antecedentes de problemas de salud mental. Según la experiencia de quienes escribimos este artículo experiencia, los principales motivos de consultas relacionadas con el Covid-19 y la salud mental están relacionados con el estrés y el miedo al contagio tanto propio como de los seres queridos. Un síntoma precoz que vemos con frecuencia es la angustia que aparece como consecuencia de los nuevos modelos de socialización, el cambio de hábitos, y los problemas económicos derivados de la pandemia.
Hace casi un año, en mayo de 2020, la OMS advirtió de las repercusiones que podrían afectar a la salud mental de la población mundial como consecuencia de la pandemia, resaltando los diagnósticos de ansiedad y depresión, así como un aumento en la tasa de suicidios, vaticinios que el tiempo ha confirmado.
Conforme la pandemia avanzaba, aumentaban los casos y también las defunciones, se ha ido asumiendo que el problema no duraría unos pocos meses. Aceptar la nueva realidad impuesta por las circunstancias se ha saldado con un elevado coste de angustia y de ansiedad, más intensa en quienes han perdido a seres queridos sin poder darles el último adiós.
Uno de los colectivos más vulnerables psicológicamente a la pandemia -o quizás el más vulnerable- es el de los profesionales de la sanidad. Todos ellos están expuestos a un gran estrés al tener que darlo todo, día tras día y frente a una enfermedad de la que poco o nada se conocía al principio. Estos trabajadores sufren el hándicap de tener que trabajar con precariedad de recursos humanos y materiales, y el paso de los meses se ha cebado con ellos a través de un agotamiento físico y mental, y también el miedo de poder llevar el coronavirus a sus hogares contagiando a su familia.
Lo expuesto hasta ahora deja al descubierto una segunda pandemia (la psicológica) que está afectando con más saña a los sectores de mayor riesgo: las personas con trastornos previos de salud mental; los profesionales sanitarios; aquellos que han sufrido la enfermedad; los que han perdido a un ser querido por el Covid-19; y también el amplio colectivo que sufre las repercusiones económicas de la pandemia y se sienten angustiados ante la expectativa de un futuro de penuria de imprevisible duración.
Como en todas las catástrofes, también en esta ocasión las desigualdades sociales se están cebando con los más débiles.
PROBLEMAS DE SOCIALIZACIÓN EN TIEMPOS DE PANDEMIA
La socialización es un proceso que implica tanto al individuo como a la sociedad, regulando la pertenencia del primero a la colectividad a través de los mecanismos que regulan la integración y las normas que definen los valores. Durante la pandemia, el confinamiento fue como un regalo del cielo para algunas personas con problemas de socialización a quienes la prohibición de salir a las calles confirió un rango de normalidad a su tendencia a quedarse en casa. Sin embargo, al levantarse la restricción del confinamiento, estas mismas personas, elevaron sus niveles de estrés y de angustia.
También ha sucedido que, como consecuencia de la pandemia, muchas personas sin problemas previos de socialización han desarrollado una fobia a adquirir el Covid-19 que les ha recluido en sus domicilios evitando el contacto incluso con sus seres queridos a quienes sólo dejan entrar en sus casas si es por poco tiempo e imponiendo severos protocolos. Esta reclusión en el perímetro de seguridad que les confiere el hogar y la negativa a mantener contactos otras personas, a hacer las compras habituales, a viajar en transportes públicos o a reincorporarse a sus trabajos trabajo es conocida como el “Síndrome de la cabaña”, una situación que no está tipificada como una patología aunque requiere ayuda profesional para superarla.
PANDEMIA Y COMPORTAMIENTOS OBSESIVOS
Otro síntoma que ha hecho acto de presencia con la pandemia ha sido la tendencia a un lavado de manos excesivo y la ejecución de rituales estrictos de limpieza por miedo a contaminarse por el coronavirus. Del mismo modo, quienes padecían previamente un Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) han presentado un empeoramiento de sus obsesiones de limpieza.
Algunas de estas personas han reconocido sentirse reconfortadas al ver que no eran solo ellos quienes ejecutaban rituales de limpieza, aunque otros manifestaron preocupación por si sus obsesiones empeoraban tras la pandemia.
No ha sido infrecuente que se hayan instaurado casos nuevos de TOC en pacientes sin antecedentes obsesivos, o bien con rasgos leves que pasaban desapercibidos o se mantenían latentes.
REPERCUSIONES DE LA PANDEMIA EN EL SUEÑO
También la infección por el coronavirus ha influido negativamente en el descanso nocturno, debido al estrés que ocasiona la enfermedad y también a los cambios de hábitos para prevenir el contagio. A título de curiosidad es significativo que en 2020 se buscara la palabra «insomnio” en Google más veces que en ningún otro periodo anual desde que comenzó a funcionar el famoso buscador de Internet.
La pandemia ha supuesto una sacudido para nuestras rutinas al modificar horarios, cambiar el concepto de la vida laboral y aportar un permanente desasosiego por la necesidad de adaptarse a nuevas normas. Trabajar en casa conlleva una merma en la movilidad, una menor exposición a la luz natural y una predisposición a acostarse más tarde, factores todos ellos que repercuten negativamente en la higiene del sueño. También propicia el insomnio el estrés por la ausencia de los mecanismos habituales de relajación, por ejemplo, el contacto con las amistades o la evasión a través de los hobbies.
Por lo general, siempre que se experimenta un trauma (ya sea individual como un accidente de tráfico, o global como los atentados del 11-S o el Covid-19) es frecuente en muchas personas responder con problemas del sueño que tienden a instalarse durante mucho tiempo y difícilmente responden a un tratamiento. El estrés predispone al insomnio y a la mala calidad del sueño, y el Covid-19 ha supuesto un trauma estresante que ha afectado a nuestro ritmo circadiano, algo que ha empeorado el esfuerzo que supone adaptarse a las nuevas normas, las medidas restrictivas y la propensión a la angustia, el miedo o la ansiedad.
IMPACTO DE LA PANDEMIA EN LA SALUD MENTAL
La irrupción del coronavirus en nuestras vidas ha propiciado unos desafíos sociales y sanitarios sin precedentes desde la última Guerra Mundial. Todos nos hemos visto enfrentados a un reto adaptativo que exige un gran esfuerzo que no siempre estamos predispuestos a realizar. La pandemia supuso un mazazo en nuestra seguridad y confort contra el que no supimos reaccionar. Ni siquiera los sistemas de salud de todos los países dieron respuestas iniciales satisfactorias ya que se luchaba contra una enfermedad de la que se iba aprendiendo el modo de tratarla conforme esta se manifestaba.
Las actividades sociales se alteraron de pronto, y la incógnita de cuanto tiempo duraría la crisis generó miedo e incertidumbre, agravado además por la amenaza de una crisis económica que podría durar años. Son casi tres millones las muertes provocadas por el Covid-19 en la población mundial. Sólo en España llevamos tres millones y medio de casos declarados a fecha de marzo de 2021.
El desconcierto e incertidumbre son un terreno abonado para que se manifiesten trastornos de ansiedad y depresión (así como también angustia, obsesiones, fobias…) como consecuencia del estrés al que estamos expuestos.
La salud mental va adquiriendo una importancia capital, y se impone que los gobiernos inviertan en tantos esfuerzos como sean necesarios por preservarla y recuperarla. Las repercusiones psicológicas exigen mantenerse alerta ante el imparable incremento del estrés, la ansiedad y las ideas suicidas, repercusiones que son más patentes en quienes han padecido la enfermedad (ellos o personas de su entorno) o han perdido a seres queridos.
¿QUÉ ES LA FATIGA PANDÉMICA?
La pandemia ha incrementado considerablemente la demanda de ayuda psicológica por parte de la población, inicialmente por miedo al contagio y mas tarde por las dificultades que todos hemos presentado para cumplir con las restricciones de una nueva normalidad que nada tiene que ver con el concepto de normalidad previo a la pandemia.
La OMS ha reconocido la existencia de una fatiga emocional o psicológica a la que se ha denominado “fatiga pandémica” y cuyos principales síntomas son (entre otros): desánimo, irritabilidad, cansancio emocional, insomnio. Estas manifestaciones se agravan si van asociadas al hecho de padecer la enfermedad, haber perdido a un ser querido, tener dificultades económicas, y aún más si hay antecedentes de trastornos psicológicos previos o dificultad para adaptarse a los cambios.
Nadie está exento a sufrir la fatiga pandémica, máxime cuando acabamos de atravesar un año que pasará a los anales de la humanidad como una experiencia equiparable a las guerras que han asolado a la globalidad del planeta a lo largo de la historia.
El impacto psicológico de la pandemia por el coronavirus lleva implícita la capacidad de generar estrés y provocar respuestas que van desde pequeños desajustes que tienden a desaparecer con el tiempo (inquietud, cambios de humor, apatía, irritabilidad), hasta intensas manifestaciones desadaptativas que tienden a hacerse crónicas (miedo, ira, conductas evitativas, desesperanza, miedo).
De todas estas manifestaciones, la fatiga destaca como un síntoma generalizado en un amplio sector de la población. Consiste en una sensación de cansancio crónico provocado por un estado de alerta permanente, exceso de información a través de los medios, alarmismo, teorías sensacionalistas y sin base científica. El resultado final se traduce en miedo.
Al hablar del cansancio de la fatiga pandémica no nos estamos refiriendo a la extenuación propia de la convalecencia que experimenta quien se ha contagiado, sino al agotamiento ocasionado por el miedo a contraer el Covid-19, la muerte de seres queridos, la pérdida del puesto de trabajo, las dificultades económicas, y en suma la incertidumbre que surge tras perder la seguridad de lo cotidiano. Se trata de un cansancio por estado de hipervigilancia mantenemos para evitar el contagio.
Esta fatiga pandémica nos convierte en candidatos vulnerables a ciertas patologías psiquiátricas como la ansiedad o la depresión. La OMS ha estimado que el porcentaje de la fatiga pandémica está muy próximo al 60 por ciento de la población mundial, una cifra muy a tener en cuenta.
¿Qué hacer para evitar esta fatiga?
Para combatir la fatiga pandémica es necesario armarse de valor y poner en marcha respuestas sencillas ante la adversidad como por ejemplo el sentido del humor. Siempre ayudará a potenciar los vínculos familiares y sociales en la medida que las restricciones nos lo permitan, y en este sentido puede ser de gran ayuda los contactos virtuales en forma de videoconferencias.
Aunque las medidas siguientes puedan sonar a simples consejos de un manual de autoayuda (confieso que los libros de autoayuda no son de mi agrado ni los recomiendo nunca a mis pacientes), en la coyuntura pandémica que sufrimos puede ser útil recurrir a las reuniones al aire libre, poner en marcha actividades saludables de gratificación inmediata, retomar aficiones abandonadas, jugar con niños, escuchar música, leer, reír y, en suma, hacer todo aquello que consiga hacernos olvidar -aunque sea sólo un momento- lo anormal que llega a ser esta nueva realidad que el destino nos ha impuesto.
TRASTORNOS ALIMENTARIOS Y PANDEMIA
Como consecuencia de los cambios de vida impuestos por el Covid-19, muchas personas que sufrían trastornos alimentarios previos a la pandemia han visto empeorar algunos de sus síntomas como por ejemplo los atracones.
Tanto el confinamiento como la acumulación de alimentos por miedo al desabastecimiento, así como también el hecho de pasar más tiempo en el hogar, han propiciado conductas de mal control de los impulsos alimentarios (y no sólo alimentarios, como sucede con quienes sufren de una adicción a sustancias).
Se calcula que en España hay unas 400.000 personas afectadas por Trastornos de la Conducta Alimentaria, y estas manifestaciones suelen ser sólo la punta de un iceberg constituido por otros problemas mas profundos y a veces no identificados como la ansiedad, depresión, baja autoestima o mala gestión de las emociones y conflictos.
Se ha observado muchos casos de empeoramiento durante el confinamiento en casos de trastornos alimentarios ya existentes antes de la pandemia. Sin embargo, curiosamente, también ha habido una evolución favorable en personas a quienes el control externo por parte de la familia les ha ido bien, aunque en menor proporción que en el primer grupo.
Por otro lado, en la población en general nos hemos encontrado con personas que, sin tener un problema de conducta alimentaria previo, eran población de riesgo y la situación de la pandemia les ha impulsado a comer como válvula de escape, lo que ha propiciado la instauración de un problema alimentario.
EL BURNOUT (o desgaste profesional de los sanitarios)
Mucho antes de la pandemia (varios decenios atrás) ya se detectó un trastorno consistente en un desgaste profesional que afectaba a los profesionales sanitarios. Inicialmente los estudios de este síndrome se centraron en los médicos y llegaron a la conclusión de una epidemia de agotamiento laboral que respondía a una constelación multicausal. Nos estamos refiriendo al llamado “Burnout”, un problema de agotamiento emocional de médicos y personal de enfermería que ha sido estudiado en Francia, Italia y España concluyendo que el agotamiento emocional, el estrés, las crisis de ansiedad, la depresión y el insomnio eran sus principales síntomas.
Si ya de normal estos profesionales trabajan con un nivel alto de exigencia y responsabilidad y están sometidos a largas jornadas laborales con sobrecarga de tareas y escasez de recursos, imaginemos lo que puede suponer enfrentarse de la noche a la mañana (y en primera línea) ante una enfermedad desconocida y altamente contagiosa. Sumemos a esto ver como enferman y mueren muchos compañeros por Covid-19 y añadamos el miedo a convertirse en portadores y llevar la enfermedad a sus hogares cuando acaban su jornada laboral.
Estos factores han contribuido al deterioro de la salud mental de los profesionales sanitarios, una consecuencia que si bien aun no se ha manifestado plenamente con el Covid-19 porque estos trabajadores de la salud se sienten en la obligación de seguir al frente de sus responsabilidades, tal vez los síntomas se manifiesten mas tarde en forma de un Síndrome de estrés postraumático (SEPT), una vez que la situación epidémica quede controlada. Estaríamos ante algo similar a los soldados que se mantienen fuertes en el campo de batalla, pero enferman psíquicamente cuando vuelven a casa después de combatir en la guerra.
Los únicos responsables que podrían evitar el síndrome de Burnout y los SEPT son los líderes políticos, a expensas de tomar consciencia de los riesgos para la salud mental que afectan a los trabajadores sanitarios. ¿Modo de evitarlo o resolverlo? Sin duda invirtiendo en prevención cuando aún no se haya manifestado el problema, financiando estudios y reciclando en seguridad personal a los profesionales expuestos, garantizar unas condiciones de trabajo adecuadas y no escatimar en recursos humanos y materiales, todo ello es algo que estos profesionales llevan reclamando desde hace décadas.