08 Jul Ochentañeros
Son como los rockeros, no se retiran. Cada vez más personas deciden seguir al pie del cañón al margen de su edad, ya sea con su profesión de siempre o con otras actividades en las que vuelcan pasión y experiencia.
MARTA RICART, PEDRO VALLÍN, FELIP VIVANCO, XAVI AYÉN Y JAUME COLLEL
El escritor Kazuo Ishiguro (Lo que queda del día) causó cierto debate semanas atrás en Gran Bretaña al sostener que la mayoría de los autores llegan a su mejor momento antes de los 45 años –él ha cumplido ya 60– y a partir de ahí, hay varios tipos de carrera, que serían declives más o menos elegantes. Muchos le contradicen, claro. Porque son legión quienes, cumplidos los 70 o los 80 años, siguen al pie del cañón sin la sensación de que ya no se pueda brillar a partir de cierta edad. Al contrario, hay quien reivindica que lo mejor puede llegar en una edad tardía. Y si no, que se lo digan a Leopoldo Abadía, profesor cuya figura se ha agrandado con los libros y las intervenciones públicas que ha protagonizado desde que se retiró oficialmente.
Artistas e intelectuales son quizás los ejemplos más visibles de que la actividad no tiene edad. “Los oficios que conllevan pasión no se acaban nunca”, dice Núria Espert, tan atareada ahora como siempre. Pero hay personas que se mantienen activas (y apasionadas) en otras profesiones, sea su trabajo de siempre, una segunda carrera que se han construido o aquello que toda la vida quisieron hacer y no les permitió su dedicación profesional.
Así, hay octogenarios a los que les cuadraría mejor el nombre de ochentañeros, para los que la edad no importa, que se titulan en la universidad, se vuelcan en tareas de asesoría o voluntariado e incluso alguno ha subido el Everest. Cada día son menos extraños en un mundo (el desarrollado) en que la esperanza de vida crece y se cuidan más la salud y el bienestar, con lo que los 80 o los 70 años de ahora parecen ser, en muchos casos, los 60 o 50 de hace unas décadas. Tanto es así que en muchos países se plantea alargar la edad de jubilación.
Sin juzgar políticas laborales, quienes traspasan el umbral oficial de la jubilación y siguen muy activos apuntan en muchos casos que no es que lo planificaran así, sino que es tan simple como que no sienten la necesidad de retirarse. “Siempre me he sentido joven, siempre intentando hacer algo especial, y aún no he encontrado lo que estoy buscando”, dice el pintor Luis Gordillo. Quizás sí intentan más ser ellos quienes lleven las riendas de su tiempo y no los horarios o condicionantes externos, porque como apunta la científica Josefina Castellví, “a los 65 años, la vida es algo más que un trabajo”.
Se permiten más hacer lo que quieren –y decir lo que quieren, ironizan algunos–, aunque los que ha consultado Mg Magazine como caras visibles del fenómeno parecen ser alérgicos a esgrimir eso de que la veteranía es un grado. El cineasta Carlos Saura incluso desmiente el mito de que la edad da más sabiduría. Pero algo sabrán ellos de lo suyo o de la vida que no sepan otros más jóvenes: que se vive mejor si se mantiene el “espíritu alto”, que hay que pararse para tomar perspectiva, que hay que cuidarse… Lecciones de vida de quien sabe aprovecharla.
LEOPOLDO ABADÍA
Este gurú económico inició una nueva etapa profesional cumplidos los 74 años, tras 31 como profesor en la escuela de negocios Iese –fue miembro del equipo fundador–. La crisis ninja y otros misterios de la economía actual le hizo popular, y desde entonces Abadía (Zaragoza, 1933) ha publicado cinco libros más de divulgación económica, da conferencias, colabora con una radio y dos periódicos y su web, blog (Viajeroninja.blogspot.com) y Twitter (@viajeroninja) tienen decenas de miles de seguidores. “Si hace ocho años me dicen lo que vivo ahora, no lo creo”, afirma. Su último libro, Cómo hacerse mayor sin volverse un gruñón (Espasa), viene al pelo para este reportaje y emana de su otra especialidad: las relaciones familiares, no en vano es el patriarca de una familia de 12 hijos y 45 nietos.
A sus 81 años, Abadía habla con sentido común, cierta sorna y en términos comprensibles para cualquiera.
“Al ser mayor, creo que puedo hacer lo que quiera, sin ofender a nadie, claro”, dice, aunque no le gusta alegar eso de “la veteranía es un grado”.
Cuando se jubiló no se lo planteó como la hora de hacer tal o cual cosa “porque nunca he sido de retos pendientes”. Y ahora vive su éxito con naturalidad: “Mientras tenga la cabeza medianamente bien y la gente me acepte, seguiré”. Si no, se dedicará a las colecciones “de todo” que hace con su mujer. De la situación económica, le preocupan los parados y, sobre todo, los jóvenes: “Porque siempre se les transmite un mensaje de negatividad”, se lamenta.
CARLOS SAURA
“No es cierto que con la edad se alcance la sabiduría”, reflexiona el cineasta Carlos Saura (Huesca, 1932), poco inclinado a asumir un aforismo por su propia condición. Más a gusto está con su paisano, Baltasar Gracián, al que cita para resumir la edad: “Vamos subiendo por la escalera de la vida, y las gradas de los días, que dejamos atrás, al mismo punto que movemos el pie, desaparecen. No hay por donde volver a bajar, ni otro remedio que pasar adelante”. Con más de 40 películas tras de sí, Saura acaba de terminar otra a los 83 años: “Zonda, un musical que hice en Argentina, y preparo otros proyectos que están en marcha”. Saura bendecía hace pocos meses a los jóvenes cineastas y expresaba su optimismo respecto al cine español. “Hay talento, a veces no bien apreciado (…). El año pasado fue un buen año y sirvió para volver a pensar que nuestro cine es diferente y necesario”. En cuanto a las dificultades para levantar un proyecto siendo veterano, Saura comenta: “Es normal que los productores busquen nuevos talentos más al gusto del momento. En mi caso no me puedo quejar y sigo en candelero”. También huye de la idealización del pasado: “Cuando empecé a hacer cine, todas las puertas estaban cerradas, no sólo las de la censura, también las de un mundo profesional que defendía sus posiciones frente a los intrusos. Hay que tener en cuenta que soy un niño de la guerra y de la posguerra. Somos unos supervivientes, y aquí estamos para seguir en la brecha mientras la salud nos lo permita”. Y, en cuanto a los beneficios de la edad, el cineasta aragonés no se hace ilusiones: “Ya decía Cervantes que no se escribe con la edad sino con la inteligencia”.
LUIS GORDILLO
Enérgico, eléctrico, irónico, cómico y libre. Luis Gordillo (Sevilla, 1934) habla igual que pinta, con todos los colores que hagan falta, con pinceladas que no saben ni de dónde vienen ni adónde van, pero que logran que los ojos del espectador hagan chiribitas.
Sus lienzos no tienen edad, él tampoco. “Siempre me he sentido joven, siempre intentando hacer algo especial y aún no he encontrado lo que estoy buscando”, cuenta recitando, sin querer, el famoso “I still haven’t found what I am looking for” del grupo U2. Habla serio, pero con un punto jocoso: “Los pintores normalmente duramos mucho, es una profesión en la que no nos jubilamos. Al que trabaja en una oficina, llega a una edad en que lo envían a casa a ver a su señora, que es una especie de drama. Ahora –añade– se vive mucho más, se llega a los 80 y a los 90 con una cierta energía”. Gordillo, que abrirá la temporada de su galería, Marlborough, en septiembre con una gran muestra, forma parte de un grupo de pintores y escultores oldies goldies como Martín Chirino (90 años), Juan Genovés (85), Rafael Canogar (80), Antonio López (79) o Eduardo Arroyo (78) que siguen muy activos. “No tengo la misma energía que a los 20, pero te organizas y la dosificas. Además, un pintor no está de cara al cuadro todo el día, y yo cada vez trabajo más en cosas no pictóricas o con el ordenador”. Gordillo confiesa que trabajaría todos los días… “pero me he impuesto no hacerlo los fines de semana. Me obligo a no trabajar, pero me aburro un huevo. Con lo bonito que sería ir a pasear por ahí, lo que pasa es que tengo el estudio tan cerca de casa…”.
LUIS GOYTISOLO
Luis Goytisolo (Barcelona, 1935) no se cree que acabe de cumplir 80 años. “Me sorprende tanto, que el otro día pensé seriamente que estaba soñando, que no era cierto que hubiera llegado a esta edad”. Desde luego, nadie lo diría viéndole moverse velozmente de un lado a otro por el Molí de Salt, el hotel rural de su propiedad –y en el que vive–, cerca del monasterio de Poblet, echándoles naranjas a los peces japoneses del estanque o realizando labores de jardinería cuando considera que, por ese día, ya ha escrito bastante. Sus días, junto a su esposa, la periodista Elvira Huelbes, son apacibles. “Me levanto, desayuno sobre las nueve, voy al pueblo a hacer la compra y luego me pongo a escribir por la mañana, a mano, en esta mesa de madera; ya por la tarde, paso a limpio lo que he escrito. Por la tarde siempre trabajo más. La edad no ha cambiado mis rutinas ni mi actividad como escritor, es algo que llevo haciendo desde que era niño. A última hora, practico algo de jardinería, me meto en el estanque a cuidar los nenúfares con una especie de traje de buzo”. Su dosis de actividad urbana se la proporcionan los dos días por semana que acude a Madrid, a las reuniones de la RAE y otros asuntos. Camina mucho, en plena pendiente, desde la abadía de Poblet hasta su casa, y hace gimnasia, sobre todo flexiones. Amante del submarinismo, que intenta practicar cuando puede: “Contengo la respiración y bajo seis metros, en el Mediterráneo sólo se puede hacer en alguna cala”. Hace unos años, lo disfrutó “en un viaje a Filipinas. Tenías que atravesar una nube enorme de peces, de unos doce metros, que estaban todos juntos y se iba abriendo a tu paso, te hacían como un corredor. Esa imagen de miles de peces juntos, siempre en el mismo sitio, hace reflexionar sobre la alienación: los del centro sólo han conocido otros peces, ni siquiera el entorno más inmediato”.
LUIS SUÁREZ
Luisito es una centella. Luisito no para quieto. Luisito está hecho un figurín. Pesa lo mismo que hace 55 años, cuando era el mejor jugador de Europa primero en el Barça y luego con el Inter de Milán. Luis Suárez Miramontes (A Coruña, 2 de mayo de 1935) entra en su novena década como quien sí quiere la cosa: trabajando sin pausa, comentando partidos en la radio, acudiendo a los encuentros de sus excolegas, cogiendo el avión transoceánico y yéndose a Sudamérica a ojear a tal o cual promesa. Y lo que se presente.
“Sigo viajando, sigo viendo fútbol. Hasta hace poco hice de embajador del Inter, ya no, hay que dar paso a los jóvenes”, ríe. Y los jóvenes se le acercan, lo veneran, le piden consejo. Es una leyenda viva en plena forma. “Me siento bien, con los dolorcitos normales de la edad, pero me da seguridad mantener el espíritu alto. Hay que moverse –insiste varias veces–; si no, te vas dejando, te vas apoltronando, hay que hacer alguna cosita y no echarle al estómago todo lo que pide. Cuando veo a algún compañero con la barriguita… no me lo puedo permitir”. Suárez es único: el único español que ha ganado dos Copas de Europa seguidas y que tiene un Balón de Oro (y dos de plata y uno de bronce)… “Si un día veo que no puedo, me pararé”, confiesa. De momento sigue teniendo ese ojo clínico para distinguir un jugador de futuro de uno que no pertenece a la élite. “Lo de los vídeos está bien, pero si quieres saber si un chaval es bueno, hay que verle in situ”. Y hablando de chavales, sus compañeros de fatigas, algunos mayores que él, lo llaman. “¡Luisito!”.
NÚRIA ESPERT
La actriz Núria Espert, que el 11 de junio cumplió 80 años, partió a mediados de mayo a Sudamérica para representar en teatros de Buenos Aires, Montevideo y México La violación de Lucrecia de William Shakespeare, que estrenó en el 2010.
Desde entonces ha paseado el montaje por toda España, y aún estrenó La loba, bajo dirección de Gerardo Vera, y El rey Lear, a principios de año en el Teatre Lliure, montaje que regresará al mismo escenario barcelonés durante la próxima temporada. “No creo que deba entrar en una etapa de más calma ahora –manifiesta–, porque la dinámica que uno tiene no depende de ti, es decir, la memoria y la salud no dependen de uno mismo. Por esta razón, si te sientes bien, si tienes las facultades en forma, no necesitas ralentizar nada”. Espert, que fue distinguida recientemente con un Premi Nacional de Cultura 2015 que otorga el Consell Nacional de Cultura i de les Arts de la Generalitat de Catalunya, piensa arrancar un nuevo proyecto que se estrenará en Madrid en febrero del 2016, del que no quiere avanzar más detalles. La actriz empezó su carrera con 13 años y ha trabajado mucho desde entonces. “La suerte es un factor teatral y humano; es decir, si has trabajado, te encuentra preparado, aunque a mí la vida me ha ido bien y mal, como a todo el mundo”, reflexiona. Tiene muy claro continuar en su oficio y lo expresa así: “No me ha pasado por la cabeza retirarme porque los actores no nos retiramos, nos retiran la falta de memoria, la falta de contratos o que a uno le pasa el tiempo. Los oficios que conllevan pasión no se acaban nunca”.
PURITA CAMPOS
“Yo sigo y sigo y sigo. Trabajar me da la vida, no lo voy a dejar, seguiré hasta que pueda. Me muevo, voy a exposiciones, me gustar estar al día”.
La energía sale a borbotones por el auricular. Por un momento es difícil saber si al otro lado del teléfono se halla Purita Campos, una señora de edad (78 años) y trayectoria respetables, o si por el contrario habla su personaje de ficción más famoso, Esther, esa morena vivaracha cuyas aventuras hicieron (hacen) soñar a millones de lectoras y que leían (leíamos) a escondidas muchos chicos. La dibujante es la energía personificada, y eso que estos días está un poco en el dique seco tras un paso puntual por el quirófano. “Me operaron de la espalda hace unos días y no estoy trabajando, a ver si vuelvo pronto, lo estoy deseando”, cuenta la artista, que ha lanzado el tercer volumen de las nuevas aventuras de Esther con guiones del joven Carlos Portela y que publica Espasa. ¿Tenía más energía hace unos años? Primero duda, pero luego confiesa que sí: “Antes tenía más. Si debía entregar unas páginas porque en Inglaterra (allí es donde nació el personaje, que se llamaba Tina) tenían prisa, trabajaba lo que hacía falta, o me pasaba la noche sin dormir”. En contacto con varias generaciones, Purita Campos tiene la sensación de que ha transmitido sus valores a diferentes generaciones. “Mis lectoras son las que ahora tienen entre 40 y 50, pero también hay gente más joven, aunque hoy en día, con tanto móvil, ya casi nadie lee nada…”.
JOSEFINA CASTELLVÍ
Durante sus 42 años en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (en el Institut de Ciències del Mar), esta microbióloga marina pasó mucho tiempo en la Antártida, donde fue jefa de la primera base científica española. Así que decidió que “no me quería morir sin conocer también el polo Norte”. Allí viajó ya jubilada y le gustó, pero, para hielo, el polo Sur. “¡Nada es comparable a la Antártida!”, dice. Josefina Castellví (Barcelona, 1935) se jubiló a los 65 años. “Había trabajado mucho –explica– y dejado muchos partidos por vivir. Quería aprovechar para hacer cosas que no me había permitido la dedicación profesional; quería estar en casa…”. Al mes no aguantaba ya y se fue de viaje: ahora viaja por placer. Al igual que dedica horas a sus encajes de bolillos, a hacer esmaltados y a la jardinería. Dice que ahora va a su ritmo, pero no debe diferir mucho del que ha llevado siempre –“sí, pero me canso más”, se queja–. Destina mucho tiempo a la divulgación científica: “Me gusta y me parece importante, sobre todo, ayudar a los jóvenes a conocer la naturaleza”. Da conferencias, charlas de orientación a estudiantes… Las peticiones han aumentado desde el documental Los recuerdos de hielo, en que el periodista Albert Solé la llevó al continente helado 20 años después de su última expedición. Castellví no cree que vuelva ya. “Pero me queda mucho por hacer, y si volviera a empezar a vivir, haría lo mismo, pese a los errores, que también forman parte de la experiencia”, afirma. “Cuando andaba inmersa en las expediciones, muchas veces no tenía perspectiva –reflexiona–, hay que parar de vez en cuando y decirte vamos a ver los resultados. Esta es una lección que he aprendido con los años. Para algunas cosas, estás más preparado a mi edad que a los 50; la edad te da otra perspectiva”. Sí lamenta no haber tenido la tecnología actual: “El primer ordenador que nos llevamos a la Antártida no cabía por la escalerilla del barco. El capitán ordenó ampliar el hueco con un soplete. Debía estar en una sala refrigerada, pero eso no fue un problema…”.