02 Dic “Mi hijo es feliz en la escuela especial”.
Jaime, de 15 años y con síndrome de Down, estuvo matriculado hasta los 14 en un centro ordinario. Sus padres decidieron sacarle por la complejidad del currículo.
Ana Torres Menárguez
Cuando Cristina Pérez, madre de Jaime, dio a luz hace 15 años, se enteró de que su hijo era síndrome de Down. Su primera reacción fue el “desconcierto absoluto”. Es el cuarto de cinco hermanos y, a diferencia de las anteriores experiencias de Cristina, el esfuerzo para conseguir que diese su primer paso, o cogiese un objeto requería toda su implicación. “Jaime es la maternidad en estado puro, toda mi energía ha sido para él y no me ha costado nada pelear hasta encontrar el sistema educativo que mejor le encaja”, explica. Es jueves por la tarde y tres de los hermanos de Jaime merodean por el salón de un adosado de un barrio acomodado de Madrid. El mayor, universitario, hace los deberes desde un office junto a la cocina. Una de sus hermanas, que compite en gimnasia rítmica, sale disparada a su entrenamiento, y el pequeño observa y comenta la jugada mientras el fotógrafo echa unos retratos a madre e hijo. “Hay que ser objetiva con las necesidades de cada niño, yo he buscado el mejor colegio para cada uno de mis hijos y con Jaime tengo claro lo que quiero: que el día de mañana pueda vivir en un piso tutelado y ser independiente”, cuenta Cristina.
Tanto ella como su marido se declaran defensores de la escuela inclusiva, creen que es necesario que los niños con discapacidad estén presentes en el día a día de los que no la tienen. No son partidarios de modelos segregadores y por eso desde el principio matricularon a “Jaimochu” —como lo llama su madre— en un colegio ordinario. Pronto se dieron cuenta de que ese centro no disponía de los recursos ni el personal para acompañar a su hijo en un ritmo de aprendizaje diferente al de los demás. Cristina buscó la manera de solucionar el problema sin renunciar a sus ideales y encontró una fundación privada, Talita, muy extendida en Barcelona y con pocos años de andadura en Madrid. “Su función es adaptar todo el material curricular para que los niños con discapacidad psíquica puedan hacer las mismas actividades que el resto en un aula ordinaria”, explica. Tras convencer al equipo directivo del centro, concertado, uno de los técnicos de la fundación —integrada por psicopedagogos, psicólogos y logopedas— ayudó a Jaime durante toda la primaria en el aula dos de las ocho horas de la jornada escolar. La familia asumía el coste, unos 350 euros al mes. “Esa ayuda marcó la diferencia, y, además, mi hijo recibía en casa por las tardes otra hora extra con la logopeda”, añade.
Desde el punto de vista emocional, no había inconvenientes. “Todos sus compañeros estaban pendientes de él, lo esperaban en las excursiones y le invitaban a los cumpleaños, lo querían mucho”, relata Cristina. Pero Jaime cumplió 13 años y el currículo comenzó a complicarse. “En secundaria, las Matemáticas son complejas y están poco vinculadas con la vida cotidiana, además de que aparecen asignaturas como Filosofía… el sistema ordinario dejó de tener sentido para él”. Una vez más, la ordinaria le mostró que carece de recursos para adaptarse a los alumnos con discapacidad. En este punto, Cristina se pronuncia sobre los cambios en la nueva ley de educación: “Creo que el Gobierno ha comprado los muebles antes de construir la casa, antes de pensar en el trasvase de niños de la ordinaria a la especial hay que invertir en la primera y que esté a la altura”.
La parte académica no fue el único factor que llevó a los padres a cambiar a Jaime a la escuela especial; las experiencias con sus otros hijos los alertaron de la complejidad de la etapa adolescente. “Pensamos con quién saldría Jaime los fines de semana, porque al final todos elegimos a las personas con las que tenemos mayor afinidad, y fuimos conscientes de que él querría estar con sus iguales”. A los 14 años, Jaime se matriculó en un colegio especial concertado.
Matemáticas con euros
Lejos de las ratios —antes eran 25 en clase y ahora son cinco— y las asignaturas estándar, la jornada de Jaime se centra en actividades muy prácticas: en el centro hay una simulación de una casa y los enseñan a utilizar los electrodomésticos o a cocinar. Además, practican las matemáticas con el uso de los euros en el supermercado. “Jaime, ¿te acuerdas de la merienda que compraste ayer?”, le lanza la madre. “Sí”, contesta, y tras unos segundos empieza a lanzar palabras: pan, tomate, jamón. “Una de sus limitaciones es la psicomotricidad fina, algo tan sencillo como abrir un paquete de pan de molde le cuesta horrores”.
En su casa, saben que Jaime no irá a la Universidad. Estará matriculado en el centro de educación especial hasta los 21 años. Los últimos seis años seguirá el programa de Transición a la Vida Adulta, que equivaldría a un Bachillerato, una enseñanza muy práctica para “identificar el camino que seguirá el resto de su vida”. “En función de su madurez hay tres opciones: los casos más graves son derivados a centros especiales de adultos; los que no pueden trabajar acuden a centros de terapia ocupacional y los que son más autónomos se incorporan a puestos de trabajo”, detalla Cristina. Jaime todavía no sabe leer. “En unos años sabremos cuál es su futuro, pero va encaminado: le enseñan a vivir de forma autónoma”, zanja su madre.
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