13 Jun Las patatas fritas y otros 3.500 alimentos van a cambiar su receta (a mejor)
¿Por qué ha pasado inadvertido un plan que podría ser la mejor noticia del siglo?
MARTA DEL VALLE
La Agencia Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición (Aecosan), adscrita al Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, dentro de la Estrategia NAOS (para la nutrición, actividad física y prevención de la obesidad) ha puesto en marcha el Plan de colaboración para la mejora de la composición de los alimentos y bebidas 2017-2020, que, entre otras medidas, invita a los fabricantes a que reformulen sus productos y reduzcan ciertos nutrientes como arma prioritaria para combatir la obesidad. ¿Hay algo de malo?
Así definen la reformulación: «Mejorar el contenido de ciertos nutrientes seleccionados […] de los alimentos, modificando alguno de sus componentes sin que esto conlleve un aumento del contenido energético del alimento ni el de otros nutrientes». La justificación: «Poner a disposición de los ciudadanos más productos con menos sal, menos grasas saturadas o trans (mejor perfil lipídico) y con menos azúcares añadidos […], facilitará la adquisición y mantenimiento de pautas adecuadas de consumo o de una dieta con una composición variada y una cantidad de nutrientes acordes a las recomendaciones de las instituciones sanitarias». Y esto, para los expertos, es mucho decir.
Usted no está gordo (solo) por comer patatas fritas
Ni dejará de estarlo porque estas tengan menos sal y grasas saturadas. Aecosan menciona 13 grupos de alimentos a reformular. Y, de ellos, solo ciertos aperitivos, refrescos, bollos, galletas y cereales para el desayuno, cremas de verduras, derivados cárnicos, polos, néctares de frutas (recuerde: los zumos, por ley, no pueden llevar azúcar añadido), pan especial envasado (de molde, tostado…), platos preparados (anillas, croquetas, empanadillas, lasañas y surimi), salsas y lácteos (yogures y postres) deberán reducir su contenido en azúcares añadidos entre un 5% (bollería) y un 18% (salsa mayonesa); entre un 5% (ketchup) y un 16% (embutidos) de sal; y entre un 5% (galletas y derivados cárnicos) y un 10% (aperitivos y platos preparados) de grasas saturadas (por cierto, unos porcentajes acordados con las patronales, sin base científica). Y no, no está la pizza ni ningún otro snack o comida rápida: solo los productos en los que las empresas participantes se han puesto de acuerdo.
Calificar —generalizando— de «elecciones adecuadas» a todos estos alimentos, facilitando que formen parte de lo que en nuestro imaginario significa una dieta saludable, quizá no sea lo más acertado, por mucho que sean mejores que antes. Ni los ingredientes ni los nutrientes son el problema. Así lo reconocen la OMS y la FAO, aceptando la clasificación NOVA, referente mundial para las pautas dietéticas, que no entra en cantidades específicas de sal, grasa y/o azúcar, sino en cómo se transforma un alimento (hasta dónde y con qué fin) como factor determinante en la configuración del sistema alimenticio y la relación entre la naturaleza de la dieta, la salud y el bienestar.
Es en los países en cuyas casas entran más alimentos ultraprocesados (aquellos cocinados con ingredientes industriales como antioxidantes, estabilizantes, conservantes, colorantes, potenciadores del sabor, humectantes…) donde la tasa de obesidad en adultos es mayor. Lo demuestra un estudio de la Universidad de São Paulo, publicado en febrero en Public Health Nutrition.
Es verdad que lo listo para comer tiene azúcar, grasas y/o sal. Los reducimos y un problema menos: una secuencia lógica que se tambalea en los pilares porque, aunque no hay procesado que no lleve al menos uno de ellos, tampoco son los únicos ingredientes a vigilar. Y, como reconoce Aecosan, la mayoría de los mecanismos que desencadenan la obesidad «están ligados al estilo de vida y el comportamiento con respecto a cómo y qué se come y si se realiza actividad física de forma constante y habitual [aunque el ejercicio no compense un exceso de calorías de la dieta, proporciona mejor salud independientemente de su peso]». Y la genética, la cultura, el medioambiente y la disponibilidad de alimentos y entornos saludables también tienen un importante papel.
Tal y como declaró Carlos Monteiro, director del estudio, a The Guardian, «consumimos a diario una cantidad de sustancias artificiales de las que no tenemos ni idea qué problemas nos traerán». Además, su colega Jean-Claude Moubarac, profesor de nutrición de la Universidad de Montreal (Canadá), asegura que los [ultra]procesados tienen una calidad nutricional muy baja, que tienden a tener menos proteínas, minerales y vitaminas y que desplazan a los naturales o mínimamente procesados (lavados, cortados, refrigerados, congelados, fermentados, fileteados, embolsados…).
Pese a todo, es una buena noticia (y su paladar no se enterará)
Sabiendo esto, la iniciativa es un compromiso que hay que celebrar y que requiere un gran esfuerzo por parte de la industria. Cambiar la composición para que satisfaga de igual manera a todos nuestros sentidos, no solo a nuestras papilas, es todo un reto. Aecosan enumera algunas de las dificultades que supone cumplir con esta parte importante del compromiso: «El dulzor que proporciona el azúcar es el más agradable, equilibra el sabor agrio, salado y picante y proporciona volumen; la sal es un conservante; y la grasa saturada aporta palatabilidad». ¿Cómo lo hacen las marcas que lo han conseguido?
Aunque el yogur no es uno de los preparados en los que más azúcar añadido consumimos los españoles, Danone lleva desde 2016 mejorando sus productos. «Por una parte estamos haciendo el camino que hizo el pan con la sal: ir reduciendo la cantidad de azúcar añadido sin edulcorar, educando el gusto», comienza Silvia Ramón-Cortés, directora de comunicación de Danone. «Y tocando otras cosas. Por ejemplo, 1919 parece igual de sabroso que un original o un Oikos [el postre con yogur griego de la marca] porque hemos jugado con la proteína, los fermentos, las fermentaciones, para la textura, y el azúcar de caña, que endulza igual con un 30% menos», continúa Carlos Bosch, director de medios. Laura González, responsable de nutrición de Nestlé, resume otra de las estrategias que se siguen en sus marcas: «Cambiar la ubicación del azúcar en el alimento, por ejemplo, poniéndolo en la superficie en vez de dentro. Así, como es lo primero que entra en contacto con la lengua, la percepción de dulzor es la misma con menos cantidad».
No está previsto que el etiquetado cambie más allá del correspondiente baile de ingredientes si lo hubiera, o de proporción de los tres elementos perseguidos por el plan. Eso puede ser un problema con los azúcares: aunque la hoja de ruta del organismo de seguridad alimentaria (y la OMS) reconoce que los que se deben reducir son los añadidos y no los naturalmente presentes en los alimentos (intrínsecos), como los de la leche o la fruta, detalla que estos últimos se encuentran en los alimentos no procesados, sin explicar que también están en los procesados que utilicen los naturales de ingrediente. Y, además, no se permite diferenciarlos en el cuadro nutricional (solo aparecen los azúcares totales: la suma de los intrínsecos más los añadidos).
RESTAURANTES, COMEDORES Y SUPERMERCADOS TAMBIÉN TIENEN QUE CAMBIAR
Mejorar los menús con más primeros y guarniciones de hortalizas y legumbres; priorizar las carnes magras y los aceites de girasol alto oleico y oliva; aumentar la frecuencia de platos a la plancha o al horno sin salsas; reducir los fritos precocinados; incluir pan integral, más pescado a la semana y otros alimentos que conforman una dieta saludable; incorporar productos reformulados; ampliar la oferta de frescos… ¿Y los supermercados? «Nuestra misión es detectar la demanda para modificar los lineales. Los productos con alegaciones nutricionales saludables tienen mucho éxito», explica Aurelio del Pino, portavoz de la Asociación de Cadenas Españolas de Supermercados.
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