Las discapacitadas salen de su encierro

Las discapacitadas salen de su encierro

La sociedad las confinó y les negó las relaciones, el sexo y la maternidad
Algunas llevaban décadas sin pisar la calle
Recuperar la autoestima es la prioridad

CARMEN MORÁN

Una silla de ruedas sigue concentrando las miradas. O unas muletas con dos piernas rígidas balanceándose a cada salto. Sin embargo, la discapacidad puede a veces ser muy invisible. Estamos hablando, claro, de mujeres, muchas de ellas encerradas en casa durante años, privadas de relaciones, de sexo, de maternidad… También de cualquier forma de participación en la vida pública, pero cuando esta se consigue los varones van dos pasos por delante. Estas mujeres tienen una doble agenda para combatir su doble discriminación: romper la barrera que las condena en tanto mujeres con discapacidad y pelear el espacio público que ocupan mayoritariamente sus compañeros.

Se trata, pues, de recuperar el rol femenino por completo, negado por la sociedad, cegado a veces con bisturí, y, una vez ahí, alcanzar la igualdad con los hombres. O mejor, las dos cosas a la vez, no hay tiempo que perder.

No hay cifras, pero las expertas saben que cuando a una mujer le sobreviene una discapacidad, por ejemplo por accidente de tráfico, el divorcio llega a veces antes que la salida del hospital. «Si no hay hijos se entiende que ya nunca los habrá. Si los hay, a veces la madre reparte la indemnización recibida del seguro para no ir a juicio y poder quedarse con ellos, porque algunos jueces no entienden que una mujer discapacitada pueda hacerse cargo de sus hijos». Maite Gallego no da detalles, ni nombres, pero conoce bien ese mundo sórdido del que habla, por eso presta su relato, con final feliz, para este reportaje. Porque, después de años de lucha, empiezan a verse algunos rayos de luz.

La silla de ruedas que ella maneja no acabó con su matrimonio, que se enriqueció después de sobrevenir la discapacidad con la llegada de una niña desde China. Las tribulaciones del proceso de adopción las contará después. La vida que lleva Maite Gallego es un ejemplo de lo que buscan las mujeres con discapacidad con la aprobación del segundo manifiesto de los Derechos de las Mujeres y Niñas con Discapacidad de la Unión Europea, una herramienta que ha de servir a los políticos para pasar de la teoría a los hechos. Este manifiesto surge en España, «donde se ha avanzado mucho en las políticas transversales de género», explica Ana Peláez, presidenta de la Comisión de la Mujer del CERMI, la gran plataforma española de las organizaciones de discapacidad. El manifiesto, pues, surge en España, pero nace con el apoyo del Lobby Europeo de Mujeres, del que es miembro el Foro Europeo de la Discapacidad, y busca la plena inclusión de las mujeres con discapacidad en un mundo igualitario. Peláez, que es ciega, explica así parte del problema: «A las mujeres con discapacidad no se nos considera en nuestro rol femenino, es como si fuéramos asexuadas. Parece que ni la sexualidad, ni la maternidad fuera con nosotras, pero tampoco la representación política, sindical o en nuestras propias organizaciones».

Efectivamente, las organizaciones de la discapacidad están muy feminizadas, «alrededor del 60% son mujeres», pero tampoco encuentran el techo, por más que quieran subir. Ellas siguen abajo. Así pasa que cuando Europa decide hacer accesibles los medios de transporte a las personas con discapacidad empiezan por los aviones. «Justo lo que usan más los hombres. ¿Por qué no empiezan por los autobuses urbanos, que son los que usamos nosotras mayoritariamente? Eso sería hacer las cosas en clave de género», se queja Peláez.

Así pasa, también, que cuando se diseña un reloj para ciegos que vibra, que canta y al que solo le falta bailar, resulta que no hay más que modelos masculinos y que son carísimos, así que, serán los ciegos y no las ciegas, los clientes más probables.

Y pasa, por dejarlo en tres ejemplos, que las muletas existentes en los catálogos ortopédicos de la seguridad social pesan tanto que si son ágiles para alguien será para los hombres.

Pero ocurren cosas aún peores. «La represión con estas mujeres ha sido brutal. A ellas se las ha encerrado en casa por temor a que parieran un hijo mientras a ellos se les llevaba al prostíbulo. En las residencias de personas con discapacidad no se permiten las relaciones sexuales, un derecho que sí tienen en las cárceles». Sin pelos en la lengua ni muchos miramientos con el lenguaje, Carme Riu, presidenta de la asociación catalana de Dones no Estándar, prosigue con su relato de las cosas: «A los hombres con discapacidad, la familia trataba de buscarles una novia, aunque fuera un poco bobita, para poder formar una familia. A la mujer se la encerraba en casa con su pensión no contributiva y los hermanos nos decían que teníamos mal carácter. Y ¿qué pasa cuándo se mueren los padres? Una chica sola con una paguita que no ha gestionado en su vida…».

La asociación de Carme Riu saca a estas mujeres a la calle y las enseña a ocupar el espacio público, a coger medios de transporte, a recuperar su autoestima, solucionar su analfabetismo y avanzar hacia el mundo laboral cuando es posible. «Algunas llevaban 40 años casi sin pisar la calle». «Las mujeres debemos ir codo con codo, todas, en busca de la igualdad. Y nosotras podemos aportar mucho», dice.

La ayuda más preciada, llega, muchas veces, con el ejemplo: viendo a Maite Gallego pasear a su hija con la manita agarrada a la silla de ruedas; buscando la niña las rampas para que pasen las ruedas de la madre, sin traumas, sin complejos. Con naturalidad. Como cuando riñe, con su voz de niña, al conductor que ha dejado el coche aparcado en el rebaje de la acera. Y el señor le contestaba, paternalista: «Qué graciosa, son solo cinco minutos, guapa». Y la niña soltaba: «Otro con lo de los cinco minutos, mami».

Pero hasta que llegó esa naturalidad Maite Gallego tuvo que escuchar frases indeseables, por ejemplo cuando decidieron adoptar en China y empezaron las preguntas de los expertos para determinar si la pareja era idónea para criar un hijo. O sea, para determinar si lo era esa mujer en silla de ruedas. ¿Y si la niña se cae? ¿Y si se pone mala? ¿Y cómo la bañarías? «Cuando me harté le dije: ¿Y dónde está escrito que voy a ser yo la que la bañe?». La casa de Maite está perfectamente adaptada y cuando fueron a visitarla lo comprendieron y les dieron el certificado de idoneidad. Luego llegó la niña. «Cuando se caía venía llorando a mi silla para que le hiciera unos mimos. Y nunca se me escapaba por la calle porque sabía que no podía hacerlo; se le escapaba al padre, más bien. Maduran pronto y se adaptan a las circunstancias. Cuando jugaba a las muñecas se sentaba en una sillita, era su forma de ser la madre», describe Gallego.

«La imagen más negativa de la mujer con discapacidad es la maternidad. No se asume que ella no pueda cumplir con su deber de cuidar a los menores», acusa Gallego.

«Pero la mujer cuida hasta cuando es discapacitada», añade Carme Riu. Esa es la doble discriminación. Mientras el resto de mujeres están luchando para que no se les adjudique siempre el papel de cuidadoras de niños, de ancianos, de enfermos… las que tienen discapacidad aún pelean porque les dejen cuidar a sus hijos.

Los cuidados tienen otra vuelta de tuerca en el mundo de la discapacidad, porque para alguien que los necesita, no recibir esos cuidados ya es una forma de violencia, un brutal abandono, quizá una tortura.

La violencia de género, en este ámbito, es una jaula de difícil escapatoria. Ana Peláez menciona el caso de aquellas mujeres que podrían contar al médico de familia el maltrato que reciben. «Pero resulta que para entrar al consultorio alguien tiene que empujar su silla de ruedas. La intimidad que requiere una confesión así se pierde por completo», señala.

En el campo sanitario se ponen de manifiesto muchas de las carencias que sufren estas personas. Cómo subir a una camilla de exploración ginecológica, aparatos de mamografías que no están a la altura adecuada, espacios para desvestirse que no tienen las dimensiones suficientes…

Con todo, son la discapacidad intelectual y la mental las que se llevan la peor parte. «La violencia se ejerce siempre con el más débil y el perfil más débil es el de mujer con discapacidad intelectual, soltera y madre», empieza Pilar Cid, del área de Mujer y de la Oficina de Vida Independiente de la Asociación Afanias, para personas con discapacidad intelectual. «No hace mucho estaban encerrados en psiquiátricos y a partir de los sesenta se fueron consiguiendo poco a poco el derecho a la alfabetización, a la educación completa, al trabajo».

Es en 2006 cuando se incluyen los derechos de los discapacitados bajo el manto de la ONU, «pero las leyes todavía no han cambiado del todo y las costumbres siguen mandando», lamenta Pilar Cid. Y a pesar de lo que dice la convención de la ONU, a una mujer con discapacidad intelectual se le suele retirar el hijo que pare hasta que se demuestra que puede cuidarlo como otras madres, en lugar de prestarle apoyo, como dice la ONU.

En organizaciones como Afanias se quejan de la invisibilidad de las madres con discapacidad. «No existen. Hay guías sobre violencia de género, se trata la sexualidad… Pero no hay subvenciones para educar sobre la maternidad, las madres, sencillamente, no existen para la Administración», lamenta Pilar Cid.

«A veces las asfixiamos a base de cariño, de sobreprotección, en definitiva, es que no se las considera personas completas, es difícil verlas con los mismos derechos que a los demás. En los países nórdicos se les dan muchas subvenciones desde que nacen, pero no salen de casa, están en una jaula de oro», asegura Cid.

Otra jaula puede ser el mundo rural, donde las mujeres tienen menos visibilidad que los hombres y donde las condiciones de movilidad son peores, caminos sin asfaltar, casas con grandes escaleras. Por otro lado, una simple depresión ya es un asunto tabú en los pueblos, así que un problema mental grave constituye un terrible estigma. La doble discriminación puede ser aquí triple, por mujeres, por la discapacidad y por estar en un mundo más cerrado, donde la penetración de las conquistas igualitarias no ha calado tanto. «El problema de fondo en el mundo rural lo tienen las mujeres en general, porque los roles que desempeñan están todavía muy marcados por la inercia de siempre», explica Jesús Casas, director general de Desarrollo Sostenible del Medio Rural. «Por eso, esa doble discriminación puede estar más acentuada que en el mundo urbano», añade. «Es una gran paradoja: las mujeres son la parte estructural de los pueblos, y, sin embargo, son las menos visibles».

http://sociedad.elpais.com/sociedad/2011/12/07/actualidad/1323259441_272529.html