20 Dic La pandemia aumenta las desigualdades de género y sociales en atención a la dependencia.
Un estudio, realizado conjuntamente por diez universidades, resalta la necesidad de cambiar el sistema de cuidados y denuncia que la pandemia ha puesto de manifiesto los agujeros del sistema, dejando toda la carga sobre los hombros de las mujeres.
Marisa Kohan
«El modelo de los cuidados es profundamente injusto, está escasamente financiado, basado de forma desproporcionada en el trabajo no remunerado o altamente precarizado de las mujeres y es preciso rehacerlo. Esto, que ya se evidenciaba antes de la pandemia pero que permanecía oculto, ha salido a la luz y se ha exacerbado durante el confinamiento», afirma Dolors Comas, catedrática de antropología de la Universitat Rovira i Virgili. Ella es la coordinadora en un amplio estudio en el que han colaborado un equipo multidisciplinar formado por profesionales de diez universidades españolas y que este jueves se presenta en Madrid.
El informe, titulado El cuidado importa: Impacto de género en las cuidadoras/es de mayores y dependientes en tiempos de la Covid-19, se ha realizado entre julio de 2020 y diciembre de 2021 por un equipo interdisciplinar de antropología, sociología y se trata de la primera investigación que ofrece un diagnóstico con perspectiva de género sobre el impacto de la pandemia ha tenido en los mayores y dependientes, con especial énfasis sobre las cuidadoras, los sistemas de atención a domicilio, las residencias, las trabajadoras del hogar e incluso en las iniciativas comunitarias como forma de cuidado.
El estudio resalta que el confinamiento y la supresión de los servicios ha «rehogarizado, refamiliarizado y refeminizado» el cuidado de mayores y dependientes. Es decir que el cuidado desproporcionadamente lo ejercen las familias y en especial las mujeres. Un trabajo por el que cobran un salario bajo o nulo. Entre los factores que definen esta discriminación figuran el «género, la clase y la extranjería». De las más de más de 684.000 personas que se dedican al trabajo de cuidados en nuestro país, el 95,5% son mujeres y de estas más de la mitad (el 51,6%) migrantes, la mayoría de las cuales trabajan como empleadas del hogar donde en una gran proporción realizan tareas de cuidados, muchas de ellas (en torno a 200.000) sin contrato y en la economía sumergida.
Para las expertas, esta precarización de una función clave para el mantenimiento de la vida descansa en una doble devaluación: la falta de valor que se da al trabajo de las mujeres, en especial en los cuidados, y a una discriminación (edadiso) que existe la sociedad hacia la vejez, lo que ha conducido a una «gravísimas situaciones de exclusión social durante la pandemia».
«Se entiende que el trabajo de los cuidados es algo que innatamente sabemos hacer las mujeres por lo que no merecemos recibir un salario adecuado», resalta Comas a Público. «Por eso está también poco profesionalizado y altamente precarizado. Porque no se le da valor. Pero cuando un hombres se implican en el cuidado, por ejemplo cuidando de su mujer, la mirada social y de ellos mismos lo perciben como una actividad más meritoria, porque de alguna manera demuestra que tienen responsabilidad. Como a ellos parece que no les sale de natural como las mujeres, socialmente se le da más valor. Y esto ocurre en todos los trabajos feminizados».
uestro país, explica el informe, tiene un sistema de atención a la dependencia «frágil, inestable y desigual en su aplicación», además de estar infra financiado, lo que incide en las listas de espera para acceder a los servicios y en una atención insuficiente y que genera inequidades sociales. Si bien la ley de dependencia aprobada en 2006 supuso un punto de inflexión positivo en la protección social, «ha mostrado severas dificultades para su implementación a consecuencia de la crisis económica y financiera del año 2008» y una disparidad en su aplicación geográfica dependiendo del color político de los gobiernos regionales. El informe resalta que la lista de personas que se han quedado en el «limbo de la dependencia» es muy alta y supera las 370.000 personas, que no cobran la prestación asignada o que siguen a la espera de que se les haga una valoración para ser reconocidos.
La investigación resalta que las consecuencias de la tardanza de en poder acceder a las subvenciones o a los recursos, genera un «proceso de selección social» en el que quien tiene recursos podrá optar a una plaza o cuidados privados, pero quien no los tiene deberá esperar años (a veces entre cuatro y cinco) para acceder a los recursos previstos en la ley de dependencia. «Genero y clase se conjugan fatalmente cuando las familias con pocos recursos se tienen que ocupar de una persona en situación de dependencia. Especialmente las mujeres, se ven obligadas a reducir sus horas de empleo o a abandonarlo para dedicarse a cuidar», subraya el documento. «El sistema de atención a la dependencia está basado en injusticias de género y en injusticias de clase, tal como se refleja en la organización del cuidado familiar. El confinamiento ha agravado las situaciones y ritmos de cuidado que se sostenían a duras penas en los hogares y generalizó una sobrecarga de cuidados en el contexto familiar, especialmente en las mujeres».
La supresión o debilitamiento de los servicios públicos de cuidado durante la pandemia, como la asistencia personal o los centros de día, penalizó de forma rotunda a las personas cuidadas, pero también a sus cuidadoras, que tuvieron que sumir el peso de tal desatención, sin ningún tipo de compensación y sin tomar en consideración sus posibilidades y situación laboral o familiar.
Las trabajadoras del hogar, las más golpeadas
Las trabajadoras del hogar fueron, también, uno de los colectivos más duramente golpeadas por la crisis. En nuestro país hay unas 595.000 empleadas de hogar, de las cuales el 30% trabaja en la economía sumergida. En este colectivo los datos confirman el carácter feminizado de esta ocupación, con más del 90% de mujeres, de las cuales más de la mitad son migrantes. A pesar de que en el estado de alarma se las consideró servicio esencial, muchos acabaron perdiendo su empleo o siendo más duramente explotadas. En especial la internas, a las que en muchas ocasiones no se las dejó salir del domicilio donde cuidaban a dependientes, por el temor de las familias a que fuera un vector de contagio del coronavirus, obligándolas a un confinamiento forzoso, por el que no recibían un salario extra.
Estas trabajadoras siguen sufriendo discriminación debido a que siguen sin estar reconocidas en el régimen general de la Seguridad Social, sino en uno especial, que no les reconoce muchos beneficios sociales, como derecho a desempleo.
«Todo ello se ha producido sin tener en cuenta sus necesidades vitales más básicas, expresión de su cosificación, que no es nueva en el sector, pero que la pandemia ha exacerbado», afirma el documento. La obligación de confinarse puso en jaque el derecho a su vida familiar o a simplemente a tener vida propia. De manera similar, la recesión de la relación laboral de forma abrupta y sin ningún tipo de compensación ni protección económica las ha dejado sin los recursos mínimos necesarios para asegurar su subsistencia y muchas veces también la de sus familias.
Las autoras resaltan que el coronavirus ha hecho visible el papel central de los cuidados en el sostenimiento de la vida, y lo ha hecho evidenciando y magnificando un problema ya existente previamente: nuestros déficits sociales para atender a las personas dependientes y vulnerables.
«Estamos ante una situación que requiere innovar y apostar por un sistema de cuidados que cubra las necesidades de las personas en situación de dependencia por razones de edad o discapacidad. Necesitamos un sistema de cuidados que garantice la dignidad de las personas que cuidan y de las personas cuidadas. Dignidad que se ve vulnerada por las ineficiencia del sistema actual, basado, además, en injusticias de género y en injusticias sociales», explica el documento. Por eso, afirman, que es necesario un nuevo sistema de cuidados que ponga a las personas primero, lo que implica reconocer el derecho a decidir de quien requiere cuidados o ayuda. «Supone reconocer la diversidad de las personas mayores y de las personas con discapacidad».