La científica humanista que planta cara al cáncer.

La científica humanista que planta cara al cáncer.

Durante el tiempo que pasamos en este mundo debemos intentar conocernos a nosotros mismos y cuanto nos rodea”.

Alejandro Martín 24/10/2023

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La directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), una eminencia en la investigación contra el cáncer y las enfermedades derivadas del envejecimiento celular, suma a su curiosidad científica un interés hondo por las artes, la música, la literatura o la observación de aves. Su visión humanista del conocimiento se refleja en la gestión de la institución que dirige, con proyectos como CNIO Arte o la Oficina de la Mujer en la Ciencia.

¿Por qué morimos? ¿Es inevitable envejecer? ¿Podemos curar todas las enfermedades? Imaginen una niña haciéndose esas preguntas en el aula de una escuela rural de la pedanía alicantina de Verdegàs, incordiada por la necesidad imperiosa de obtener tan joven respuestas tan trascendentales. María Blasco (Alicante, 1965), que fue una vez aquella niña, cuenta que consideró la posibilidad de hacerse periodista: indagar en los porqués y explicárselos a otros. Pero, durante una charla en COU —equivalente al segundo curso de Bachillerato de hoy—, descubrió la ingeniería genética, “cortar y pegar genes”, y le pareció que comprender aquello debía ser lo más parecido a “entender la vida”. Ahí nació su vocación definitiva. Su carrera como científica, que la llevó a ser discípula de Margarita Salas, a compartir laboratorio en los noventa con Carol Greider, ganadora del premio Nobel en 2009. Sus investigaciones en el campo de la biología molecular, centradas en el estudio sobre los telómeros y la telomerasa, han resultado en más de 200 artículos publicados en revistas como Science o Nature. Un trabajo que compone el esbozo del mapa hacia un futuro más esperanzador: uno donde el cáncer sea una enfermedad erradicada y donde vivamos más tiempo más sanos… Blasco desentraña, en esta entrevista para el proyecto Talento a bordo de Iberia, su particular y humanista visión sobre la ciencia.

Pregunta: Antes de nada, para profanos, ¿qué son los telómeros?

Respuesta: Si nuestro material genético fueran los cordones de un zapato, los telómeros serían los herretes, ese tope de plástico o metal que los protege de que se deshilachen.

P: Y ¿por qué son tan importantes?

R: El origen de muchas enfermedades se debe a una degradación celular. Si lográramos restaurar los telómeros, ese daño podría retrasarse o evitarse. Con estas terapias genéticas podríamos plantar cara a enfermedades degenerativas como la fibrosis pulmonar y la renal o la anemia aplásica. Y también juegan un papel importante contra el cáncer: con fármacos capaces de destruir los telómeros de las células cancerígenas, seríamos capaces de frenar su expansión y de volver a esas células vulnerables, para poder acabar con ellas.

En 1993, cuando Blasco comenzaba a estudiar los telómeros en los laboratorios Cold Spring Harbor, en Nueva York, todavía eran un saber incipiente. Hoy son mucho más que un camino prometedor hacia ese porvenir que persigue Blasco. De hecho, la bióloga molecular cofundó Telomere Therapeutics, una compañía que se dedica ya a desarrollar tratamientos genéticos basados en estos mecanismos moleculares del envejecimiento. A hacer realidad el futuro. Es tanto el potencial de esta ciencia, que Blasco considera igualmente su responsabilidad divulgarlo, hacérselo saber al público para, quizá, espolear también alguna vocación. Una labor a la que también entrega buena porción de su agenda: charlas, ponencias, artículos de prensa y hasta libros.

P. Ha publicado un libro titulado ‘Morir joven, a los 140′, en el que explica que combatir el envejecimiento puede ser la manera de evitar el cáncer o el alzhéimer. ¿Es la reivindicación de una visión optimista del futuro de la humanidad?

R. Una sociedad donde la gente continúa muriendo de forma prematura por enfermedades, en la que no hemos desterrado ese sufrimiento, no puede ser considerada del todo una sociedad avanzada. Podemos aspirar a que llegue el día en que sepamos curar todas las enfermedades. Sí, soy optimista.

P. ¿A pesar de las amenazas que parecen cernirse en el horizonte? Crisis climática, deshielo de los polos…

R. El otro día leía en el New York Times que estamos a punto de llegar al pico máximo de población mundial. Somos unos 8.000 millones, se calcula que alcanzaremos los 10.000 en torno a 2085. Y, desde ahí, la estimación es que en tres siglos la población decaiga hasta unos 2.000 millones. Incluso en África se han estabilizado los nacimientos ya. Es decir: si somos capaces de hacer que el planeta aguante un poco más, si tomamos las medidas adecuadas para que la contaminación y el cambio climático no impidan que la Tierra llegue a doblar la curva, estaremos a salvo para que nuestros nietos vean ese día.

No solamente cita el periódico neoyorkino como su diario de cabecera. Todavía, dice, se siente un poco de allá, cuando con frecuencia regresa a Nueva York. Ese período entre 1993 y 1997, fecha en que decidió instalarse en Madrid, demarca el territorio de su educación sentimental: sus vivencias en un entorno de exigencia absoluta pero en un campus donde era común que los científicos, sus compañeros, visitaran los museos de arte contemporáneo; donde una melómana como ella se encontró en su salsa.

P. ¿Cómo fue disfrutar de la efervescencia de aquel Nueva York?

R. Los noventa fueron un tiempo de revolución musical. Recuerdo haber visto los primeros conciertos allí de P. J. Harvey en un teatro a rebosar. En el laboratorio, cada día pinchaba un compañero: cedés de Patti Smith, Nirvana… También solía acudir a conciertos en el Carnegie Hall, escuchaba música clásica, ópera… Era una rutina competitiva, con los mejores investigadores del mundo trabajando a tu lado, pero siempre encontraba hueco para la música o para visitar el MoMA, el MET…

P. Le costó decidir entre ciencias y letras. ¿Por qué todavía hay quien cree que son conocimientos casi contrapuestos?

R. A Margarita Salas le encantaba el arte. Y decía Susan Sontag en sus diarios que cada mes podría crearse un movimiento artístico nuevo solo con leer Scientific American: el arte y la ciencia son maneras distintas pero complementarias de imaginar lo inimaginado, de hacerse preguntas trascendentes. Ambas implican creatividad. La metodología es diferente, pero se trata de una ambición parecida.

P. ¿Qué obra de arte diría que identifica mejor con su investigación científica?

R. [Piensa su respuesta]. Diré dos: una del artista de Landart Dennis Oppenheim y otra de Goya. La de Oppenheim es una instalación que se exhibió en el Reina Sofía. Se titula precisamente Aging (en español, Envejecimiento). Consiste en unas bombillas que, con el calor, van desgastando unas figuritas de cera. Ese es el papel de los telómeros en el envejecimiento. Y, en el Museo del Prado, hay una obra de Goya, un fresco de la Quinta del Sordo, al sur de Madrid, que representa a las tres parcas: la que hila —para mí el hilo de la vida es la molécula de ADN con sus telómeros—; la que mide el hilo, a la que Goya pinta con una lupa —qué curioso, qué intuición, ya que los telómeros no se observan a simple vista—; y, por último, la parca que corta el hilo invisible.

Blasco es vocal del Real Patronato del Museo del Prado. Su afición por el arte es tal que, igual que el CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear, por sus siglas en inglés) tenía su programa artístico, quiso impulsar CNIO Arte, un proyecto en el que cada año un artista, codo a codo con un científico y basándose en el campo de la ciencia al que se dediquen sus estudios, genera una obra nueva. En sus siete ediciones han participado nombres como Eva Lootz, Daniel Canogar, Chema Madoz o Amparo Garrido. Un éxito que emociona a una Blasco que aún tiene tiempo para ir añadiendo al amplio catálogo de sus saberes y pasiones nuevos gustos y pasatiempos…

P. ¿Cómo le dio por la observación de aves?

R. Me encanta la naturaleza. Y, veraneando en Tarifa (Cádiz), zona de migración de aves, a través de una colega artista que trabajó en un proyecto sobre pájaros, me empecé a interesar por ellos y quedé fascinada. Me hice pajarera. He estado en muchos sitios para avistarlos: en la albufera de Valencia, en el Tajo, en la Camarga francesa… Nunca miramos hacia arriba, y quizá sea en el cielo donde menos daño hemos causado a la biodiversidad los seres humanos. No sé, creo que, como señalaba también el New York Times, fomentar el pajareo puede generar sensibilidad hacia el medioambiente: es más difícil destruir aquello que se aprecia.

P. Y qué me dice de otra de sus luchas personales, ¿es también optimista al respecto a la igualdad y los techos de cristal de las mujeres en la ciencia?

R. En el CNIO tenemos desde 2012 una oficina de la mujer. Hemos hecho cambios estructurales importantes. Por ejemplo, una jornada de entrada y salida flexible. Antes no era así, la jornada era partida y complicaba a quienes estaban al cuidado de niños o mayores. Eso ha desaparecido. También implementamos el teletrabajo, cofinanciamos la guardería y son impensables las reuniones pasadas las cinco de la tarde. Toda una serie de políticas destinadas no solo a poder conciliar: a que puedan hacer lo que quieran, en el fondo. Porque, ¿acaso no se trata de eso? Todos necesitamos tiempo que emplear en lo que verdaderamente deseamos para ser felices.



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