10 Ene La brecha digital en la tercera edad, más allá del pasaporte covid.
La pandemia ha puesto de manifiesto las consecuencias de la falta de acceso a Internet o dispositivos digitales, pero colectivos como el de la gente mayor sufre una discriminación sistemática que empezó mucho antes de la llegada del coronavirus.
Sandra Vicente
«¡Si yo soy una moderna! ¡Mira, luego te envío una foto de mi gato por el uatsat! ¡Que yo ya hacía llamadas en vídeo antes de la pandemia!». Felisa tiene 89 años y vive en un pueblo del interior de Catalunya. Nos llamamos por teléfono, «directamente en el móvil, que fijo ya no tengo», dice, repitiendo que ella está hecha toda una moderna. Pero su conocimiento de las nuevas tecnologías acaba con el Whatsapp y alguna canción de Raphael que busca en Youtube. «A mí, porque mis nietos me han enseñado lo esencial, pero después con estos aparatos me pierdo», explica, recordando que casi lanza el álbum de fotos electrónico que le regalaron, porque pensaba que se había estropeado, cuando sólo se había quedado sin batería.
¿Y el pasaporte covid? «Uff», exclama. «Me lo descargó el hijo de una vecina, y lo debo tener por el teléfono, pero vete a saber dónde. Tengo que volver a pedirle a alguien que me lo encuentre o que me lo imprima«, explica, resignada. Felisa, que vive con su marido -al que le compró un teléfono móvil que ni siquiera sacó de la caja- no era muy aficionada a hacer cafés en los bares y -«ni mucho menos, con la edad que tengo!»- a ir al gimnasio. «Pero no iba porque no quería. Ahora es como si el mundo me llamara: eres vieja, quédate en casa, que estorbas», asegura, entre risas, pero con una brizna de frustración.
Felisa ha ido aprendiendo, con mucho esfuerzo y ante la mirada de su marido, que no entiende qué hace, pero asegura que hay aspectos de la tecnología que la superan y cree que son «excesivamente complejos para sacar a los abuelos del medio». Y asegura que el pasaporte covid es solo la punta del iceberg, porque esta discriminación comenzó mucho antes de la pandemia. Cuando se habla de brecha digital y tercera edad, el primer ejemplo que podría venir a la cabeza es la retirada de las cartillas y de los trabajadores de los bancos, sustituidos por cajeros automáticos y banca online.
Pero hay muchos más: como con la cartilla, habiendo desaparecido las facturas en papel y pudiendo consultarlas en Internet, «muchas personas mayores no tienen control de lo que gastan; no saben cuánto les cuesta la luz, porque no reciben factura ni pueden consultar los movimientos bancarios. Si la información hoy está en Internet, algunos viven en total ignorancia», explica Josep Carner, representante de la Federació d’Associacions de Gent Gran de Catalunya.
Y la cosa va más allá. En ciudades como Barcelona, desde la pandemia, en los autobuses ya no se pueden comprar billetes sencillos si no se dispone de tarjetas de usuario –la mayoría de la gente mayor residente fuera del área metropolitana no la tiene-, sino que se debe realizar la gestión a través de una app o con un lector contactless de tarjetas de crédito. Y seguimos para bingo con las aplicaciones: entidades como Cruz Roja han desarrollado apps de teleasistencia para que cuando un abuelo o abuela se sienta desvalido o mal, entre en la aplicación, pulse el botón (que antes era un botón físico colgado en el cuello) y espere a que le vengan a atender. Ésta deriva hacia la digitalización, si bien es necesaria, deja atrás a muchas personas «en aspectos tan necesarios para la supervivencia como la salud o la economía», añade Carner.
Y es que los abuelos y abuelas que, durante el confinamiento, hacían videollamadas y salieron por redes protagonizando vídeos y memes, pero no son para nada la mayoría. Según un estudio realizado por Amics de la Gent Gran, el 72% de sus usuarios tienen el teléfono fijo como método de comunicación. Esto significa que no tienen smartphone y mucho menos Internet. «Con toda esta digitalización lo que hacemos es obligar a las personas mayores a que deleguen en otra persona sus gestiones, lo que les descapacita y desempodera», explica Albert Quiles, presidente de Amics de la Gent Gran. Y este hecho, todavía tiene otra complicación: «a menudo damos por supuesto que los abuelos ya lo arreglarán y pensamos que siempre tienen nietos o hijos, pero la realidad es que tres de cada cuatro personas que atendemos viven solas y muchas han sobrevivido a los hijos o no tienen relación con ellos», añade Quiles.
¿Políticas públicas edadistas?
La pandemia ha puesto de relieve que las franjas sociales en los extremos de la mediana edad sufren discriminaciones sistemáticas. Se vio con los niños, que fueron los primeros en confinarse y los últimos en volver a salir a la calle, y con la tercera edad. No es casualidad, pues, que la palabra edadismo (discriminación por razones de edad) fuera propuesta como neologismo del año por el Optimot –ente de asesoramiento lingüístico de la Generalitat-. Y ese edadismo, según asegura el antropólogo José Mansilla, también llega a las políticas públicas: «La mayoría de políticas y propuestas están pensadas para un hombre blanco de mediana edad, clase media y, si me apuras, en coche. La política ha aprendido de la publicidad a pensar que todo el mundo es igual», dice.
Así, dar por supuesto que todo el mundo tiene acceso a Internet y capacidad para entrar en La Meva Salut (app del Departament de Salut que incluye la mayoría de servicios y gestiones sanitarias de los ciudadanos de Catalunya) fue uno de los motivos que provocó que el conseller de Salut, Josep Maria Argimon, pidiera «paciencia» a la población e hiciera un llamamiento a no ir ni a los CAP ni llamar al 061 para obtener el pasaporte covid. «Pero, es que si la gente iba era por algo», explica Carner, quien se lamenta de la falta de voluntad política para hacer llegar una herramienta tan necesaria como ésta a la gente mayor.
«Bien que para las elecciones todos recibimos la tarjeta censal en casa, ¿verdad? ¿Por qué no se hace el mismo esfuerzo con el pasaporte covid?», se pregunta, a su vez, Quiles. El esfuerzo, para el presidente de Amics de la Gent Gran es la clave: «se tiene la concepción de que la tercera edad, o bien no tiene la capacidad de aprender, o bien no quiere hacerlo», dice. Sin embargo, en muchos casos no es así. «Yo lo intento, pero me asusta la velocidad a la que avanza la vida. Saber manejar Whatsapp no es fácil, pero lo aprendes. Y una vez lo tienes, resulta que no es suficiente», explica Carner.
«Todo el mundo nos dice que debemos esforzarnos nosotros, para no quedarnos atrás. Pero ¿no debería ser el Estado quién hiciera un esfuerzo para no dejarnos abandonados?», se pregunta Felisa. Ante la falta de políticas públicas para sacar a las personas mayores de la oscuridad digital, varias asociaciones como Amics de la Gent Gran recurren al voluntariado: «muchas personas han tenido que hacer el esfuerzo de instalar la app de La meva Salut con los datos de usuarios para darles el pasaporte covid, porque no debemos olvidar que la brecha digital también es una brecha de acceso a los dispositivos y muchos no es que no sepan manejar el teléfono, es que ni tienen», recuerda Quiles.
Democracia digital, democracia pobre
Para el antropólogo José Mansilla, la carencia de políticas públicas pensadas para la tercera edad responde a una lógica electoralista: «la democracia es una cuestión de mercado. Ofreces unas propuestas a un mercado que te puede dar beneficios a largo plazo mediante el voto. Y la tercera edad no entra en esta categoría, al igual que los niños o las personas en situación administrativa irregular, que no pueden votar».
La digitalización ha llegado para quedarse en el ámbito económico, pero también en el ámbito político. Cada vez son más los países que implantan el voto electrónico, al igual que cada vez son más las administraciones que digitalizan todos sus trámites y trasladan al territorio online la participación ciudadana. En Barcelona, por ejemplo, los presupuestos participativos, al igual que las votaciones para escoger el Síndic de Greuges de Barcelona (Defensor del Pueblo municipal), se dieron de forma electrónica.
«Es una buena noticia ampliar los márgenes de participación de la gente, pero hacerlo mediante el voto digital no amplía la democracia, sino que la empobrece. Limitarse a votar desde el ordenador construye una política del like que deja fuera el debate ciudadano y excluye a cientos de personas», apunta Mansilla. Este tipo de procesos obvian la voz de muchas personas que no tienen acceso a Internet, a los dispositivos o carecen de la formación digital necesaria. «Estamos dejando de escuchar los conocimientos de personas que vivieron la dictadura y la Transición. Conocimientos de que en unos años, sólo podremos leer en los libros. No dar importancia a esto es olvidar que la historia es cíclica», asegura Quiles.
«Yo hay días que ya me siento bastante inútil: mi cuerpo y mi memoria fallan. A veces me siento desubicada, pero todavía soy una persona. Más funcional o menos, pero una persona. Pero el mundo se encarga de decirme constantemente que mejor que me quede en casa y no moleste. Como si hubiera prisa para que me muriese», asegura, a través del teléfono, Felisa. Ella asiste, cada día, perpleja al constante cambio que se desarrolla en la sociedad. Y lo ve contenta, dice, de comprobar que hay cosas que hoy son más fáciles que en su época. «Pero me gustaría poder ser partícipe de estos avances«, dice, justo antes de colgar y enviar la foto de su gato, tal y como había prometido.