Hacia una sociedad de mayores.

Hacia una sociedad de mayores.

Hay indicios de que la gestión está sucumbiendo a la implacable lógica del análisis coste-beneficio.

Olivia Muñoz Rojas

Da la sensación de que se han hecho más visibles, últimamente, las distintas pulsiones que conviven en nuestra sociedad respecto del lugar de la vida y la muerte. La reflexión sobre nuestro ser y devenir suscita continuos y nuevos interrogantes conforme nuestras condiciones de vida y perspectivas de futuro en tanto especie evolucionan. Por una parte, vivimos más, sobrevivimos a más patologías, somos capaces de decidir si queremos dar vida o no o si, en caso de extremo y definitivo sufrimiento físico y psicológico, queremos que nos la quiten. Por otra, estamos expuestos a unas condiciones medioambientales crecientemente inciertas y a pandemias, como la que vivimos actualmente, que desconocen fronteras.

Existe desde hace años una corriente antinatalista en el mundo occidental que propugna la no procreación como método para aliviar la superpoblación que presuntamente amenaza la sostenibilidad del planeta. Frente a las consecuencias irreversibles del cambio climático, son cada vez más los jóvenes que consideran una irresponsabilidad traer nuevas criaturas al mundo. Argumentan que cada nuevo bebé que nace en Occidente supone un incremento adicional de casi 60 toneladas de CO2 al año. Una minoría toma incluso la decisión de esterilizarse. El principal argumento que hasta ahora esgrimían muchos jóvenes —sobre todo, mujeres— para justificar la decisión de no tener hijos se basaba en la imposibilidad real de compatibilizar vida profesional y familiar y el desigual reparto de las tareas de cuidado. Ahora, junto a la desigualdad de género, cobra relevancia el argumento ecologista de que renunciar a tener descendencia reduce ostensiblemente nuestra huella carbónica. En paralelo, las instituciones occidentales, especialmente las europeas, buscan fomentar la natalidad y atajar la despoblación del medio rural. Si uno de los ejes principales de estas políticas era reducir la desigualdad de género, es posible que deban enmarcarse dentro de una agenda más amplia para garantizar la sostenibilidad del ecosistema, si de lo que se trata es de convencer a las generaciones venideras de que merece la pena seguir procreando. La presión del movimiento antinatalista, más allá de lo acertado o no de su diagnóstico, puede ser beneficiosa para acelerar la implementación de los compromisos globales en la lucha contra el cambio climático.

Llevada hasta sus últimas consecuencias, la idea de dejar de procrearnos nos confronta con la hipótesis de una sociedad sólo de mayores y nos permite anticipar algunas de las problemáticas que, muy posiblemente, veremos en nuestras sociedades progresivamente envejecidas en las próximas décadas. Podríamos pensar que una sociedad de edad avanzada es viable si, paralelamente, se desarrolla una automatización del cuidado que permita a esos futuros mayores vivir dignamente con la ayuda de robots. Ya hoy las administraciones hacen cada vez mayor uso de la inteligencia artificial y los macrodatos para gestionar sus sistemas públicos de sanidad y protección. En principio, se trata de herramientas que permiten mejorar y ampliar la prevención, el desarrollo de nuevos tratamientos y el cuidado de las personas. Pero hay indicios de que, en ocasiones, esta gestión no humana está sucumbiendo a la implacable lógica del análisis coste-beneficio y que, más allá de las administraciones públicas, supone un suculento mercado para el sector privado. Así, observamos como en algunos países se baraja limitar la edad para determinados tratamientos e intervenciones en razón de la calidad de vida esperada del paciente, calculada a partir de algoritmos. O cómo, según explicaba Margarita León en estas páginas, se cruzan datos personales para fiscalizar la utilización de ayudas sociales. Mientras tanto, algunas aseguradoras ensayan sistemas de puntos que premian a aquellos asegurados cuya salud mejora.

Intuimos un sistema público que podría emplear las nuevas tecnologías para determinar qué personas resultan más onerosas financieramente, racionándoles o negándoles, seguidamente, ayudas y tratamientos. En paralelo, un sistema de protección y salud privado al que podrán acceder aquellas personas excluidas del sistema público, pero que poseen suficientes recursos y que podrá desarrollar cálculos crecientemente sofisticados de sus primas gracias al acceso a miles de datos de sus clientes, obtenidos voluntariamente o en el mercado digital. Si la enfermedad y el envejecimiento van a someterse, además de a algoritmos, a criterios de eficiencia económica, no debe sorprender que exista cierto temor respecto de la desvirtuación que pueda sufrir, con el tiempo, el derecho a la eutanasia. Se asume, tácitamente, que la vida de las personas mayores o enfermas es más prescindible, como cuando algunos dan a entender que debe tranquilizarnos el hecho de que las muertes por el nuevo coronavirus se producen, mayoritariamente, en estos colectivos.

https://elpais.com/elpais/2020/03/06/opinion/1583517298_813570.html