29 Jun Ellas son la primera línea invisible.
La covid-19 ha matado a más hombres, pero las mujeres han quedado más expuestas a problemas crónicos como la violencia machista o la precariedad laboral. Maya, Leonarda y Wannisa, en tres países distintos, son parte del frente de batalla contra el virus.
C. Ruiz-Canela
La pandemia encerró a Maya en Nairobi (Kenia) junto a su maltratador y puso su vida en peligro. A Leonarda le quitó su trabajo de empleada de hogar en La Paz (Bolivia( y la empujó a una situación extrema. A Wannisa le dejó atrapada en un suburbio de Bangkok (Tailandia) a cargo de sus dos hijos menores y otros familiares, a quienes mantiene trabajando como limpiadora de hospital.
El coronavirus ha matado a más hombres, pero las mujeres han quedado más expuestas a problemas crónicos como la violencia machista o la precariedad laboral. Afrontan además un mayor riesgo directo al ocupar el 70% de los trabajos en el sector sanitario a nivel mundial o estar mucho más al cargo de enfermos y ancianos. En definitiva, labores invisibles y no retribuidas.
Según un estudio de ONU Mujeres, la covid-19 está incrementando la desigualdad que padece la población femenina en la mayor parte del mundo, principalmente en los países más pobres. Ellas dedican 4,1 horas de media al día a trabajos no retribuidos como las labores domésticas o el cuidado de personas dependientes, el triple que ellos.
En América Latina, estas labores representan entre el 15,2% (Ecuador) y el 25,3% (Costa Rica) del PIB. Mientras que todo el cuidado no retribuido de los enfermos por parte de las mujeres equivale al 2,35% del PIB mundial, que equivale a 1.500 millones de dólares (1.350 millones de euros). Las mujeres, en general, ganan de media un 16% menos que los hombres, porcentaje que llega al 35% en algunos países, subraya el estudio.
El confinamiento por el coronavirus ha supuesto una trampa para muchas. Las denuncias por violencia sexista han aumentado durante este periodo en países tan diversos como Francia (un 30%), Argentina (un 25%) o Singapur (un 33%). Maya, Leonarda y Wannisa forman parte de una primera línea invisible en la batalla contra el virus.
Una humillante mañana (Nairobi)
Una humillante mañana de abril, la keniana Maya Raziki —nombre ficticio porque todavía teme a su agresor-— eligió vivir, renacer, alejarse de un marido que la anulaba con gritos y palizas. «La mayoría [de mujeres maltratadas], especialmente si tienen una vida como era la mía [de clase alta], no se irán, continuarán aguantando. Y por eso, un día te enteras que una ha sido asesinada, otra acuchillada de muerte… ¿Y sabes por qué? Porque temen al mundo de ahí fuera», explica despacio.
«La paz no es solo la ausencia de guerra. Muchas mujeres confinadas como consecuencia de la covid-19 afrontan violencia donde se supone que deberían estar más seguras: en sus propios hogares», recordó el pasado 6 de abril el secretario general de la ONU, António Guterres.
Casi a la par que ese mensaje —y horas después de que su marido la amenazara con un cuchillo y la arrastrara escaleras abajo—, Raziki dijo basta, recogió sus posesiones y se marchó junto a sus dos hijos de una casa en la que gozaba de todas las comodidades, pero en la que no podía ser ella misma.
«Fue mi propia hija la que me dijo: ya es suficiente, tenemos que irnos», recuerda esta keniana de 31 años como si hablase de una vida que nunca fue del todo suya. «Y que un niño se ponga en pie y le diga a su propia madre que es hora de irse o que nunca va a casarse, significa que las cosas que ha visto no le han hecho ningún bien».
La covid-19 está incrementando la desigualdad que padece la población femenina en la mayor parte del mundo, principalmente en los países más pobres
«La covid, sin duda, ha exacerbado esta situación”, explica Njeri Wa Migwi, cofundadora de un pequeño refugio para maltratadas a las afueras de Nairobi. «Si antes solíamos recibir una o dos llamadas por semana, ahora atendemos hasta cinco por noche». Muchas mujeres están siendo expulsadas de casa por sus parejas durante la noche, arriesgándose a ser detenidas o a sufrir violencia policial debido al toque de queda nocturno impuesto para frenar la propagación del coronavirus.
Wa Migwi, superviviente ella misma de la violencia machista, fue quien acudió a recoger a Riziki —con miedo y acompañada de un policía— la madrugada de abril que decidió seguir viva. «Cuando me llamó me dijo: ‘Si no me sacas de aquí esta noche, él va a matarme. Al ver sus heridas comprobé que era cierto, podría haberla matado”.
“Me daba miedo acostarme un día y levantarme muerta. O mejor dicho, no despertarme, que fuese la gente quien encontrase mi cuerpo sin vida», relata Riziki. Ahora afronta un mundo desconocido en el que, por un lado, debe recuperar su autoestima, y por otro, encontrar techo y comida para sus hijos.