15 Dic El otro cerebro
Hasta hace poco infravalorado, hoy los científicos miran al intestino y a los más de 100 billones de bacterias que alberga buscando explicaciones a problemas como la obesidad y la diabetes, e incluso la depresión, la ansiedad y el autismo.
CRISTINA SÁEZ
Empezó a notar molestias unos días después de que le dieran las notas de fin de curso. Seis suspensos, nada menos, para septiembre. “¿Cómo se lo voy a decir a mis padres?”, se repetía al tiempo que visualizaba todo un verano castigado y sin vacaciones. Sentía malestar, calambres en el abdomen y tenía diarrea, pero Alberto Alsina, que en aquel entonces tenía 16 años, atribuía sus problemas intestinales a los nervios propios de la situación.
Sin embargo, pasada la esperada bronca paterna, no mejoró. Todo lo contrario, fue a peor: sudor frío, punzadas agudas en el abdomen, fiebre, dolor en las articulaciones. Aquello ya no parecía una cuestión de nervios. Estaba alicaído, sin ganas de hacer nada. Y tras meses de pasar por varios especialistas, finalmente le diagnosticaron enfermedad de Crohn, un proceso inflamatorio crónico del tracto intestinal en el que el sistema inmunitario comienza a atacar y a destruir por error el tejido sano del tubo digestivo. Se desconoce el porqué y, por el momento, no hay cura, sólo tratamientos para paliar los síntomas.
Esos problemas intestinales acabaron afectando al estado de ánimo, y Alberto Alsina empezó a entrar en la consulta del psicólogo casi tan a menudo como en la de su doctora gastroenteróloga. No es un caso excepcional. Como este paciente, se calcula que cerca del 90% de los que padecen síndrome de intestino irritable o de intestino inflamado, colitis ulcerosa o crohn suelen sufrir con mayor frecuencia que las personas sanas depresión, ansiedad y otros trastornos psicológicos. También ocurre al revés: los problemas mentales pueden acabar provocando alteraciones intestinales.
“Nuestro cerebro y nuestro intestino se hablan continuamente. El primero está aislado, protegido, y necesita obtener información del mundo exterior a través de los sentidos y también del intestino, que le dice qué comemos, si hemos obtenido los nutrientes necesarios o si nuestro sistema inmunitario está actuando contra alguna infección. Esa comunicación es bidireccional y se produce a través de diversos canales, como el nervio vago, una autopista directa entre ambos que se extiende desde la base del cerebro al abdomen”, explica la joven investigadora alemana Giulia Enders, autora de La digestión es la cuestión (Editorial Urano).
De hecho, todos experimentamos casi a diario aunque inconscientemente esa relación estrecha entre la mente y las tripas. Cuando nos enamoramos, sentimos mariposas en el estómago; antes de un hecho importante, los nervios pueden provocarnos un buen dolor de barriga e incluso hacer que acabemos vomitando; el estrés continuado es capaz de generar diarrea o estreñimiento; cuando tenemos hambre, estamos de un humor de perros y, en cambio, saborear un buen plato nos causa una placentera sensación de bienestar.
El eje intestino-cerebro
Hace menos de una década que los científicos estudian ese complejo intercambio constante de mensajes tanto químicos como eléctricos. Y los resultados obtenidos hasta el momento, reveladores, están cambiando la forma en la que se diagnostican, tratan y también intentan prevenir algunas dolencias. Los investigadores hablan del eje intestino-cerebro y se refieren al aparato digestivo como al “segundo cerebro”, un término que en 1996 acuñó el investigador de la Universidad de Columbia Michael Gershon, quien fue uno de los primeros en indagar la potente conexión entre ambos órganos y en descubrir que ese vínculo se halla en la base de muchas aflicciones, tanto físicas como psiquiátricas. La ansiedad, la depresión, los trastornos intestinales, el parkinson e incluso algunos tipos de autismo y de alzheimer manifiestan síntomas cerebrales e intestinales.
“El tracto digestivo contiene cientos de millones de neuronas, casi tantas como el cerebro. Y aunque no tienen capacidad cognitiva, las tripas son capaces de realizar muchas tareas de forma independiente. Ningún otro órgano funciona con tanta autonomía”, apunta Premysl Bercik, uno de los investigadores pioneros en este ámbito de la neurogastroenterología, de la Universidad McMaster, en Canadá.
La microbiota
Y en todos esos diálogos, tira y aflojas, y pactos que se producen entre cabeza y barriga, y de los que depende nuestra salud física y mental, hay un protagonista indiscutible: la microbiota intestinal, una colección de más de 100 billones de bacterias, de unos 1.000 tipos distintos –a la que durante mucho tiempo llamamos “flora”–. El 90% habita, sobre todo, en el colon y puede llegar a pesar unos dos kilos. Por cada célula humana, hay 10 células bacterianas que actúan como si fueran un solo órgano y cuya función tan sólo ahora comienza a comprender la ciencia.
“Hace tiempo que sabíamos de los microorganismos, pero hasta hace no mucho los considerábamos contaminación. El sueño era vivir sin bacterias”, señala Francisco Guarner, investigador del Instituto de Investigación Vall d’Hebron (VHIR) de Barcelona y uno de los expertos más reconocidos en la materia.
A mediados del siglo pasado, se realizaron en Estados Unidos una serie de experimentos con ratones a los que criaban en ambientes estériles, libres por completo de gérmenes. Y es que se creía que una vez erradicadas toda las bacterias, serían animales más sanos que no padecerían enfermedades.
Y sin embargo, “los científicos pronto vieron que aquella idea era errónea, que aquellos ratones no crecían, que tenían múltiples alergias, que enfermaban, que eran menos sociables y que morían con una sorprendente facilidad. Se percataron, pues, de que los microorganismos son imprescindibles para poder llevar una vida normal”, explica Guarner.
Esas bacterias intestinales son esenciales en procesos como la digestión y la educación del sistema inmunitario. Estudios recientes han relacionado su alteración o desequilibrio con enfermedades como la obesidad y la diabetes, el asma, e incluso algunos tipos de cáncer. Y hasta podrían estar detrás de algunos trastornos mentales, como la depresión, la ansiedad o el autismo. De hecho, estos seres microscópicos secretan sustancias químicas, algunas de las cuales son las mismas que usan las neuronas para comunicarse y regular nuestros estados emocionales, como la dopamina, el precursor de la serotonina o el ácido gamma-aminobutírico (Gaba).
“En el genoma humano tenemos 20.000 genes distintos encargados de realizar funciones diversas y medio millón de genes de bacterias. Resulta difícil imaginar que alguno de estos genes no puedan pasar al cerebro”, resalta la investigadora Chaysavanh Manichanh, que dirige el Laboratorio de Metagenómica del VHIR.
Esta bioinformática estudia las vías de comunicación entre cerebro e intestino y asegura, señalando un gráfico que muestra en la pantalla del ordenador, que al menos existen cinco canales de intercambio de mensajes, como los nervios, el sistema inmunitario o el endocrino. “Conocer cómo influyen en la salud nos podría ayudar a diagnosticar mejor e incluso a tratar algunas enfermedades”, apostilla.
Manichanh investiga desde hace algunos años el papel que tiene la microbiota en el cerebro de los niños autistas, una relación que cuando se sugirió por primera vez hace un año provocó cierto revuelo entre la comunidad científica y también en la sociedad. ¿Cómo iban las bacterias del intestino a estar vinculadas al cerebro? Pero lo cierto es que las evidencias que demuestran que el intestino influye en las neuronas y es capaz de alterar el comportamiento se remontan al 2011.
Aquel año, tres equipos de científicos, de la Escuela Universitaria de Cork, en Irlanda; de la Universidad McMaster, de Canadá, y del Instituto Karolinska, en Suecia, publicaron tres estudios que se han convertido en los mejores experimentos hasta el momento que relacionan las bacterias del intestino con el cerebro. En todos ellos conseguían modificar de forma evidente el comportamiento de ratones alterando su composición de microbiota.
“El experimento de la Universidad de McMaster era particularmente muy interesante. Comprobaron que los ratones libres de gérmenes tenían un comportamiento distinto de aquellos con microbiota. Los primeros eran hiperactivos, aprendían poco, prestaban menos atención, mantenían menos relaciones sociales que los que tenían bacterias en su organismos. Aquella demostración fue revolucionaria”, explica Guarner, quien coordina en España el proyecto MetaHit, un consorcio internacional para el microbioma humano que persigue conocer el genoma de las bacterias.
Un año más tarde, el mismo equipo de investigadores, con Premysl Bercik a la cabeza, realizó un nuevo experimento, esta vez con dos cepas distintas de roedores, una más valiente que la otra, y vio que al transferirles a los menos osados la microbiota de los otros al poco cambiaban completamente de comportamiento y saltaban sin dudarlo de una plataforma a un recipiente con agua con azúcar; pasaban más rato en las zonas descubiertas de la jaula, eran más exploradores. “Demostraron que inoculando unas bacterias, el cerebro toma decisiones de forma distinta”, dice Guarner.
Y de hecho, Bercik y su equipo el pasado verano volvieron a publicar un estudio revelador en Nature Communications sobre la influencia de estos microorganismos en la depresión y la ansiedad. En un experimento en que sometían a estrés temprano a crías de ratón –lo que de adultos provoca en los ratones comportamientos similares a la ansiedad y depresión–, cuando se criaba a los animales sin gérmenes, el estrés de estar alejados de sus madres durante unas horas no les dejaba secuelas psicológicas. En cambio, los animales con microbiota acababan desarrollando un comportamiento depresivo.
“Hemos demostrado por primera vez que las bacterias desempeñan un papel crucial para producir ansiedad y depresión. El estrés neonatal conduce a una sensibilidad incrementada para el estrés y la disfunción intestinal que cambia la microbiota, que a su vez altera la función cerebral”, explica Bercik.
¿Detrás del autismo?
Justo cuando comenzaron a aparecer los primeros estudios que comparaban qué ocurría con ratoncitos valientes y cobardes a los que se les modificaba el comportamiento mediante trasplantes fecales, Elaine Hsiao, entonces una estudiante de doctorado, investigaba en el laboratorio de neurociencias del Instituto de Tecnología de California (Caltech) las bases del autismo. Quería saber qué papel desempeñaba el sistema inmunitario y se había interesado por los trabajos que dibujaban una estrecha relación entre la microbiota y las defensas del organismo.
Apenas se sabe nada de las causas que provocan este trastorno, que suele diagnosticarse a partir de problemas de comportamiento. Aunque sí se ha visto que las personas con autismo suelen padecer problemas intestinales o estreñimiento y acaban teniendo que hacer una dieta restrictiva. Así que Hsiao pensó que tal vez podría modificar la composición bacteriana del intestino de los ratones para provocar una reacción del sistema inmunitario y ver de qué forma influía en el neurodesarrollo.
La científica realizó un experimento en el que causó una infección a ratones hembra embarazadas. Las evidencias epidemiológicas en personas relacionan una respuesta inmunitaria fuerte en alguna etapa de la gestación con un incremento del riesgo de que los hijos padezcan algún tipo de trastorno del espectro autista (TEA). Tal como Hsiao esperaba, los ratoncitos que nacieron en su laboratorio mostraban los síntomas típicos del autismo como movimientos repetitivos y poca interacción y comunicación con el resto de los animales. Además, tenían una microbiota alterada y las paredes de sus intestinos eran muy permeables, a diferencia de los roedores sanos, lo que resulta peligroso porque se pueden escapar sustancias tóxicas de allí al cerebro, que es, de hecho, lo que les ocurre a algunos niños con TEA.
Además, hallaron una molécula en los ratones con trastorno que era muy parecida a otra que se encuentra en gran cantidad en los niños con autismo y que cuando se la administraban a animales sanos, estos mostraban comportamientos parecidos a los relacionados con el autismo. En cambio, cuando les daban un probiótico, bacterias beneficiosas –en su caso Bacteroides fragilis–, veían como mejoraban los síntomas.
“Debemos ser cautos. Son estudios realizados en modelos animales y por el momento no sabemos si serán 100% trasladables a humanos”, señala Hsiao, quien también añade: “Hemos visto en ratones que utilizando un cóctel de bacterias beneficiosas podemos corregir algunos síntomas leves del autismo. Aún no sabemos si podremos llegar a revertir el problema, o a tratarlo”. La investigadora lanza una pregunta al aire: ¿es el autismo realmente un trastorno del cerebro o puede ser una disfunción del intestino? La respuesta, de momento, es pura especulación.
La investigadora del VHIR Manichanh ha hallado resultados compatibles con el descubrimiento de Hsiao. Ha analizado las heces de niños con y sin autismo y ha encontrado diferencias significativas en la microbiota de un grupo y otro”. Pero no es una asociación, no es una causa-consecuencia –remarca–. Aún necesitamos más tiempo e investigaciones para entender qué es lo que ocurre”. Y explica que incluso en los experimentos que han realizado han observado diferencias entre la gravedad del autismo y la composición de la microbiota. “Seguramente para tener autismo tiene que haber una predisposición genética de base, pero luego unos determinados grupos de bacterias pueden activar o mantener el trastorno”, añade.
Quizás, apunta Bercik, dentro de unos años podremos mejorar nuestro estado de ánimo o nuestra salud con probióticos (alimentos que contienen bacterias vivas que tienen un efecto beneficioso) o con una dieta rica y variada, equilibrada, donde abunden las fibras y las verduras. Eso puede cambiar a largo plazo nuestra microbiota y ayudarnos a mejorar nuestra salud, física y emocional.
“Resulta aterrador pensar que nuestro estado de ánimo depende de nuestros intestinos y que realmente este consorcio de bacterias que alojamos esté controlando nuestro cerebro –considera Bercik–. Nosotros, los humanos, que nos creemos seres tan superiores, y somos dependientes por completo de nuestro entorno, también, de nuestro entorno interno”.