26 May ¡Cuidado con los cuidados!.
Una etapa, la vejez, a la que nadie quiere llegar por estar desprestigiada socialmente, pero de la que otras culturas se sienten especialmente orgullosos.
Pablo García de Vicuña
Probablemente recordaremos la trágica información que nos llegó, hace unos años, desde un pequeño cantón austríaco, de nombre confuso, sobre los terribles crímenes perpetrados por un hombre (no encuentro el calificativo que lo defina) con su propia familia. Los medios lo denominaron el ‘caso Fritzl’ y nos narraron la salvaje y perturbada vida de las víctimas (su hija y los siete hijos/nietos, tenidos con ella), encerradas durante 24 años, entre 1984 y 2008. Todo el horror se había producido en un zulo de su propia vivienda, y sin levantar ninguna sospecha ni en su propia mujer ni el entorno vecinal más próximo.
Superada la inicial indignación, intentamos buscar explicaciones ante un hecho tan inhumano, mientras la inevitable pregunta sobre cómo había podido ocurrir durante tanto tiempo y sin conocimiento de su entorno social nos machacaba continuamente. Respuestas en clave de forma de vida en otros países, de desapego social, de relaciones meramente formales, de falta del apasionamiento vecinal como en el caso español… sirvieron para tranquilizar conciencias — probablemente de forma infantil— y rebajar dudas sobre la posibilidad de crímenes similares en nuestro país.
Sin embargo, no parece que seamos tan distintos/as, desde que somos tan europeos/as. Dos hechos, cercanos, en el tiempo, revelan la inconsistencia de tal pensamiento. El primero de ellos, con la noticia del suicidio de un joven migrante de 18 años, ex menor no acompañado, en un piso tutelado guipuzcoano. Siempre nos llenamos de interrogantes al conocer noticias como esta. ¿Qué pudo pasar por la cabeza de un joven (lleno de vida, con espíritu y fortaleza suficientes para tomar decisiones de cambios rotundos en su vida anterior) para truncar de modo tan definitivo su futuro? ¿Ha fallado la acogida social de alguien que intenta integrarse en un mundo nuevo, desconocido? Tras la desolación, la búsqueda de respuestas debería ser el objetivo principal de cuantas personas e instituciones se dedican a este tipo de actividad de protección social.
La segunda noticia, aún más impactante, aunque cercada por una información muy protegida y opaca, nos hablaba de un informe elaborado por forenses vascos sobre las 24 “muertes invisibles” producidas durante este último año —sin precisar más, porque, tras escucharla por la radio, ha sido imposible conocer más detalles—. Parece que se emplea este término para designar los fallecimientos de seres humanos que se producen sin tener información inmediata y que son conocidos días, semanas o meses después, sin notificación expresa de familiares o personas cercanas a ellas. Su “invisibilidad” viene marcada por la falta de notificación, por la escasez de interés para el resto de la sociedad.
En esta ocasión, se trataba de personas mayores, cuatro de ellas mujeres y el resto hombres, que confirman la idea de su mayor vulnerabilidad, del mayor abandono que sienten estos, de su bajísima relación social con su entorno más próximo. Y de nuevo, atropelladamente, surgen las preguntas ¿Cómo puede ocurrir este aislamiento en una sociedad abierta, democrática, hiperrelacionada, en permanente estado de información? ¿Es posible aún asilarse de esta manera, perdiendo el contacto más cercano con otros seres humanos? ¿Cuándo, dónde, por qué dejó la Señora X de sentarse en el banco de la plaza, el vecino Y de comprar el pan, de pasear por la calle, de cruzárnoslo en la escalera? ¿Cómo no han sentido la necesidad de mostrar su desvalimiento, su necesidad de cuidado?
En los dos casos mencionados es evidente que la sociedad les ha fallado, no ha estado a la altura de lo que se esperaba de ella. No ha sabido atenderlos, esperanzarlos, ofrecerles continuidad; no ha sabido cuidarlos. Y con esto llegamos al meollo de la cuestión: ¿cuidamos los cuidados?
De forma casual, pero oportuna, he leído el último libro de la catedrática emérita Victoria Camps, que trata de forma abierta y culta este sinuoso tema de los cuidados. ¿A quién le corresponden? ¿Solo al Estado y a las instituciones? ¿Puede la sociedad dejar en manos privadas tal encomienda? ¿Deben seguir siendo las mujeres las que desatiendan sus propios deseos para que no se resientan más las deficiencias encontradas en la atención a las/os dependientes? Lógicamente todas estas respuestas deberían ser negativas. Ni el cuidado es una cuestión de caridad, como antiguamente, ni puede quedar únicamente en manos femeninas, privadas o públicas. Camps, apelando a la ética, considera que frente al derecho a ser cuidado/a existe el deber de cuidar, sin excepciones, “…que afecta a todo el mundo y cuya responsabilidad ha de ser asumida individual y colectivamente.”
Cuidar implica asistir, ayudar, empatizar, acompañar, respetar. Solemos apelar a esfuerzos conjuntos por conseguir sociedades más cohesionadas y dejamos en manos de empresas privadas, exclusivamente, o reclamamos a las instituciones públicas unas soluciones ajenas a nuestro propio compromiso. Vivimos unas vidas agitadas, aceleradas, que casan mal con el tiempo de cuidado necesario, por lo general lento, adecuado a las personas necesitadas (sean infantes o ancianas/os).
Camps insiste en que ahora vivimos más, pero no siempre mejor. En muchas ocasiones, preferiríamos que esos seres dependientes respondieran a nuestra adulta forma de entender el mundo. Algo de esto se recoge en la interesante película de Florian Zeller, “El padre”, que le ha valido el merecido Oscar a Anthony Hopkins. La vejez, en este caso, viene acompañada de la enfermedad de Alzheimer y es muy interesante la forma distinta con que le hacen frente padre e hija. Mientras que el primero mantiene una actitud de sorpresa y progresiva aceptación de los cambios en su vida, la hija, siempre dispuesta a ayudar y cuidarle, se desespera por el escaso reconocimiento que obtiene de su padre, cada vez más perdido en las nieblas de su memoria.
Vivimos unas vidas agitadas, aceleradas, que casan mal con el tiempo de cuidado necesario, por lo general lento, adecuado a las personas necesitadas, sean infantes o ancianos
Debemos avanzar hacia una “sociedad cuidadora”, nos sugiere Camps. Una sociedad donde las perdonas más desvalidas no se sientan abandonadas; una sociedad menos arrogante, en la que sus miembros, sin excepciones ni dispensas de ningún tipo, estén dispuestos a hacerse cargo de la contingencia humana en todas sus manifestaciones. Y ello implica cuidar según unos parámetros que se olvidan en muchas ocasiones: dar seguridad, ofrecer tranquilidad, facilitar ayuda, compañía, no rehuir el afecto.
Cuestiones hartamente complicadas en un mundo neoliberal donde el trabajo se mide en resultados económicos, ajeno totalmente al sentir humano. Que se lo digan si no a la mujer protagonista de la película de Loach, cuidadora por horas de ancianos, incapaz de poder empatizar con ellos, apremiada por el tiempo y el dinero. Hemos atomizado hasta tal extremo la vida en esta sociedad hipermercantilizada —que no entiende de sentimientos, sino de cuentas de resultados— que no queda espacio para la solidaridad y la cohesión para unos seres que necesitan no solo cuidados, sino, básicamente, atención humana.
No lo estamos haciendo bien como sociedad en esto de los cuidados. Así lo entienden las personas mayores y vulnerables organizadas, que en un manifiesto reciente, de amplia respuesta social, han lamentado el escaso interés de los servicios privados (léase la reducción brutal de oficinas bancarias y cajeros) y públicos (con restricciones o supresiones de presencia pública en entidades inevitables, como las Haciendas vascas o los centros de atención primaria) por estos colectivos de edad. De ahí su exigencia, encabezada por la Asociación de Pensionistas y Jubilados por la Democracia, de apertura de ventanillas, de garantías de acceso a la información pública o de atención presencial en todos los servicios públicos.
Camps lamenta el desdén actual ante la vejez. Sin atreverse a afirmar que estemos ante una sociedad gerontofóbica, ofrece pistas sobre la falta de atención de medios de comunicación, mercados, publicidad o políticas públicas, en ocasiones excesivamente burocratizadas y con escaso éxito en su labor. Recomiendo, por cierto, la breve obra de Sara Mesa, “Silencio administrativo”, cuyo subtítulo es especialmente clarificador: La pobreza en el laberinto burocrático. Una etapa, la vejez, a la que nadie quiere llegar por estar desprestigiada socialmente, pero de la que otras culturas se sienten especialmente orgullosos. Un pensamiento maliense recuerda que cada vez que muere un anciano, una biblioteca arde.
Nadie está de más en esta sociedad cada vez más mezclada; nadie puede prescindir del resto de la humanidad, salvo que se refugie en una isla en modo Robinson. Nadie puede sentirse marginado por perder memoria, sentirse cansado o aumentar su dependencia. No podemos igualar necesitar ayuda con sentirse abandonado, porque únicamente estaremos fomentando la incomunicación. Una incomunicación que, ya a fines del siglo pasado, Eduardo Galeano nos advertía que tal ofensiva envilecedora nos obligaría a medirla con un amplio reto cultural; porque “quieren persuadirnos de que hay que abandonar la esperanza, como quien deja un caballo exhausto”.