Carlos Martínez Alonso, científico: “Lograremos ser inmortales”

Carlos Martínez Alonso, científico: “Lograremos ser inmortales”

No morir jamás es aún un sueño, pero la ciencia ya no lo ve como una quimera. Los avances de la medicina y la biotecnología prometen como mínimo una vida mucho más larga. Este destacado inmunólogo, nos cuenta cómo sería el porvenir.

GORKA LEJARCEGI

Carlos Martínez Alonso teme aparecer como un iluminado o un mero adivinador. Y por eso, al preguntarle genéricamente por el futuro, sin plazo alguno, nada debe extrañar que se vea obligado a puntualizar y a matizar. Su sólida carrera científica –especialista en inmunología con experiencia en algunas de las más prestigiosas instituciones mundiales, expresidente del CSIC y ex secretario de Estado de Investigación– desmiente cualquier atisbo de frivolidad. Añade Carlos Martínez (Villasimpliz, León, 1950) a las conjeturas científicas un punto de ironía: ya decía Niels Bohr, advierte, que “hacer previsiones es muy difícil. Imposible cuando es acerca del futuro”. De su cosecha agrega que “es tan difícil predecir la evolución de la ciencia como adivinar el comportamiento de los mercados”, y comparte con Woody Allen su pasión por el futuro, “porque es donde más tiempo voy a estar”.

Apuntemos alto: ¿seremos inmortales alguna vez, dentro de 100 años, de 5 siglos, de 10 siglos? La inmortalidad es una de las búsquedas permanentes de la humanidad. Y además, de cualquiera de las tradiciones vinculadas a las religiones. En nuestra tradición judeocristiana, por ejemplo, conseguiríamos la inmortalidad si pudiéramos beber del Santo Grial. Desde el punto de vista científico, hay organismos vivos –sí, vivos– que tienen manifestaciones asociadas a la vida que son inmortales. Hay bacterias que, si uno las mantiene en cultivo adecuado, sobreviven eternamente. Las células madre embrionarias es posible mantenerlas en cultivo eternamente. Hay organismos vivos marinos que viven eternamente. Y, por tanto, uno podría plantearse que hay posibilidades de vida eterna…

Pero… De ahí a concluir que la especie humana logre hacerse inmortal hay un gran salto, y no hay ninguna evidencia científica que lo soporte. Nuestra tradición nos habla de hombres como Matusalén que vivieron más de 900 años, pero… es mitología. Es verdad que lograremos vivir con los adelantos científicos bastante más que en este momento y que la ciencia ofrece alternativas para entender y tratar las causas del envejecimiento, y ya tenemos una historia que lo demuestra: en poco más de un siglo se ha duplicado la expectativa de vida media. Además, hemos diseñado estrategias experimentales para evitar, o por lo menos retrasar de manera importante, las causas de mortalidad: cáncer, enfermedades cardiovasculares, degenerativas, metabólicas… Por tanto, viviremos más. Y, lo que es más importante, pronto retrasaremos el envejecimiento. Hoy ya empezamos a tener datos que nos permiten entenderlo y sin duda será una de las áreas más importantes para la biomedicina del futuro. Si además somos capaces de sustituir los órganos afectados o tejidos dañados, ya no solo con piezas biológicas, sino con la utilización de la microelectrónica y los nanomateriales, es posible que, a la larga, consigamos que haya seres vivos que tengan tal aporte de material externo que hagan posible una larga, larguísima existencia… Y eso, en la práctica, quizá podamos llamarlo eternidad. Pero antes déjeme aclarar algún punto.

Adelante. Nuestro momento histórico en términos de avance científico es único, y es de tal magnitud que creo que es la primera vez en la historia de la humanidad que el hombre puede ser dueño de su futuro, lo que nos lleva a una situación delicada. Por ejemplo, para los próximos siglos no es descartable la clonación de seres humanos, y eso, aunque de una forma distinta, es acercarnos a la inmortalidad. Y si bien es cierto que habría que empezar a decidir cómo queremos definir la inmortalidad, previsiblemente estaremos en condiciones de superar las fronteras de la vida que hoy día conforman al ser humano.

Ha citado de pasada la sustitución de órganos por otras piezas biológicas. Una buena parte de las enfermedades aún suponen un importante reto para la ciencia porque no ha logrado vencerlas. Por ejemplo, las neurodegenerativas, debido a la complejidad del cerebro, pero en otros casos se han conseguido avances espectaculares. El cáncer, si se diagnostica adecuadamente, se cura, al igual que las enfermedades metabólicas como la diabetes o las infecciones. Pero con la edad se va produciendo un deterioro de los órganos, de los tejidos, de los músculos. La biomedicina también busca solución, y una alternativa es su sustitución por otros nuevos. Y hoy día es posible, o al menos somos capaces de generar in vitro órganos y tejidos. Hablamos de miniórganos.

¿Se pueden utilizar ya en humanos? Todavía no. Pero el proceso es ya habitual en el mundo experimental: a partir de una célula madre embrionaria en un cultivo in vitro se puede generar un embrión de un cerebro que tiene una buena parte de los distintos linajes celulares existentes en el cerebro y de sus conexiones sinápticas, el núcleo de lo que es un cerebro, sus componentes esenciales. Igualmente es posible generar minihígados, miniintestinos, minirriñones… Y estos miniórganos son funcionales, responden a los estímulos adecuados, cumplen funciones que ejecutan en los seres vivos. Hay además otras alternativas…

¿También de órganos recambiables? Sí, sí. Se trata de generarlos no en el laboratorio, sino en animales. Esto se ha logrado en cerdos, un animal grande y muy parecido anatómicamente al ser humano, lo que supone una gran oportunidad de investigación. Mediante la manipulación adecuada de un gen que sea responsable de la formación de un órgano –un páncreas, por ejemplo– podemos generar un embrión de cerdo que carezca de este órgano. La introducción de células embrionarias humanas durante su desarrollo permite generar un páncreas humano en el cerdo. Así, ese páncreas podría ser utilizado para trasplantar en pacientes que lo necesitan. Y lo mismo se podría hacer con cualquiera de los órganos que fueran necesarios. Existe desgraciadamente una gran demanda de órganos para trasplante y, aunque en España somos líderes en donaciones y trasplantes, sería deseable que lideráramos con éxito estas tecnologías. Es importante resaltar las dificultades de todo tipo que todavía hoy existen para estos trasplantes, sobre todo los de origen animal, pero al menos ahí tenemos dos extraordinarias posibilidades… Incluso también sería posible la regeneración del órgano dañado…

Y todo para que vivamos más. Sobre todo, para que vivamos mejor y, si es posible, más. Aquellos órganos que se deterioran por su uso, lo mismo que pasa en el coche o en cualquier elemento mecánico con las piezas desgastadas, pueden cambiarse por otros nuevos. Añadamos la existencia de nuevos materiales. Por ejemplo, el deterioro de los huesos, la osteoporosis y las fracturas que conlleva y que aumentan con la edad. También aquí hay unos avances extraordinarios. En el MIT [Instituto de Tecnología de Massachusetts], por ejemplo, tienen la capacidad de desarrollar nuevos materiales con propiedades extraordinarias: resistencia, flexibilidad y adaptabilidad que les permite integrarse y sustituir a un hueso o a una cadera. Es espectacular observar este proceso en los laboratorios: se añaden unos aparentes polvos en una determinada solución que adquieren la forma y propiedades que se desea.

¿Hablamos de cíborgs? Esa es otra vía más. Existe la posibilidad de incorporar los avances en la mecánica, la electrónica y las tecnologías de la comunicación. Es ya una realidad la sustitución de extremidades, lo más logrado hasta ahora. Todos hemos visto aquí, en España, cómo se han trasplantado con éxito ambas manos a un paciente. Pero también hay otros avances extraordinarios. Hay manos electrónicas que ya tienen sensibilidad y además pueden moverse con órdenes del cerebro. Es decir, se puede acercar esa mano electrónica a un vaso y llevárselo a la boca para beber simplemente con el deseo manifestado en el cerebro. Y lo mismo sucede con las piernas. Todos hemos visto a Oscar Pistorius, que con unas piernas metálicas fue capaz de correr los 400 metros en poco más de 46 segundos, una marca extraordinaria para cualquier atleta. En un futuro es posible –¿por qué no?– que, a través de desarrollos mecánicos y electrónicos, podamos generar organoides que contribuyan a mejorar la calidad de vida o acercarnos a esa presumible inmortalidad.

¿Y el cerebro? Sería el objetivo siguiente. Es el órgano más complejo y lo que identifica al individuo; es la individualidad, el yo. Y está constituido por miles de millones de conexiones sinápticas que integran miles de millones de células diferentes. Pero también hay avances muy interesantes. Se trata de entender cómo se organiza anatómica y funcionalmente mediante nuevas aproximaciones experimentales y tecnologías complementarias, que presumiblemente el día de mañana permitirán utilizar esa información para el desarrollo de la robótica, para crear máquinas inteligentes y para transmitir la información acumulada en el cerebro a sistemas in silico [cibernéticos].

O sea… Pues que toda la información del cerebro podría ser trasplantable, por ejemplo, a un ordenador, y eventualmente la información podría circular en ambas direcciones.

¿Y qué haremos con los sentimientos? En el cerebro es donde reside la base de la identidad y la toma de decisiones: ¿quién soy yo?, ¿qué es el amor?, ¿qué es la emotividad? La alegría, el llanto, los sentimientos, la toma de decisiones son actitudes de difícil ubicación en términos eléctricos o químicos. Pero al final todo lo que somos reside en nuestros genes y en su interacción con el medio externo, y se lee e interpreta en términos bioquímicos, eléctricos y químicos. Dice Eric Kandel que, gracias a los avances de la biología molecular, nuestro conocimiento del cerebro permitirá sacarnos de la cueva de Platón.

¿Es ese el futuro? Solo una parte. Caminamos hacia una generación del conocimiento que permita aplicaciones transdisciplinarias. La ciencia, sobre todo cuando abordamos problemas complejos, como en biomedicina, implica un conocimiento profundo de áreas como la mecánica, de cómo funciona cada uno de nuestros órganos o tejidos, de la electrónica, con todos los nuevos desarrollos que ya existen más los que se generarán en el futuro, de las tecnologías de las comunicaciones, de los materiales, de la física… El futuro será un compendio de todas estas áreas de investigación. Por ejemplo, en personas parapléjicas, la implantación de circuitos electrónicos junto con el desarrollo de sistemas de locomoción guiados por el pensamiento permiten a personas de movilidad reducida integrarse en la sociedad. Esto es, toda la conducción nerviosa que estaba bloqueada como consecuencia del aplastamiento medular se reactiva y las personas son capaces de volver a movilizar las extremidades inferiores hasta poder andar en bicicleta.

¿Y siguen existiendo problemas éticos? ¿Estamos aún en la época en la que las creencias religiosas impiden el desarrollo de la ciencia, o la ciencia, finalmente, está venciendo a los prejuicios religiosos? Claro que existen problemas éticos y en algunos casos religiosos. Pero los científicos tenemos la obligación de avanzar para generar nuevo conocimiento, de buscar nuevas soluciones para los problemas de la humanidad. Será la sociedad a través de los políticos democráticamente elegidos, los juristas, los sociólogos, la sociedad en su conjunto en definitiva, quien tendrá que decidir qué se puede hacer y qué no con este conocimiento y de establecer los márgenes de actuación. Hoy, por ejemplo, la clonación de seres humanos está prohibida. Científicamente sería perfectamente asumible llevarla a cabo. Pero quién sabe qué decidirá la sociedad sobre ello en 100, 500 o 1.000 años. O, por ejemplo, la manipulación de la línea germinal del ADN en humanos, que está igualmente prohibida. Sin embargo, en modelos animales sabemos que su manipulación permite generar mayor expectativa de vida y más resistencia a enfermedades. No tenemos certeza de que algunos de estos avances no vayan a implementarse en el futuro. De nuevo será la sociedad quien tenga que decidir.

Se salvarían muchas vidas… Pero en ocasiones todavía hay que luchar contra los fundamentalismos. La ciencia tiene una larga tradición en la lucha contra los fanatismos. Desde la época de los griegos, cuando Anaxágoras tuvo que salir por piernas de Atenas, hasta la oposición contra la vacuna antivariólica que desarrolló Edward Jenner en el siglo XVIII frente a las sociedades religiosas, porque la muerte era algo que nos había dado Dios y no podíamos luchar contra ella. O ante la anestesia. Menos mal que James Young Simpson tuvo aquella brillantísima ocurrencia: “No se opongan ustedes, porque Dios fue el primero que utilizó la anestesia. Recuerden que durmió a Adán para sacarle una costilla y crear a Eva”. Así que lo que es verdad hoy es posible que mañana no lo sea y el conocimiento que hoy no se utiliza sea muy útil en el futuro. Y ahí los científicos, los medios de comunicación, la sociedad en general, tienen un papel fundamental. Tienen que contribuir a la educación científica de los ciudadanos, a que sean ellos, con la información necesaria, quienes participen en la toma de decisiones, en la lucha contra los dogmatismos para incorporar a la ciencia como instrumento de futuro. Porque además genera riqueza. Los países ricos lo son porque investigan. Es la pieza fundamental para el tan cacareado cambio de modelo económico. Y aquí quería plantearle otro problema ético, el hecho tan desgraciado de que esta ciencia tan puntera solo sería de utilización para menos de la quinta parte de la población. El resto se conformaría con tener acceso a los mínimos vitales: agua potable y comida, un problema terrible para el que hoy ya tenemos solución y no hemos sabido desterrar. Hay que luchar contra las desigualdades cada vez más crecientes.

¿Se consigue avanzar a pesar de todos estos problemas? Sí, porque no nos queda otra. El único instrumento para luchar contra las enfermedades, para vivir más y mejor, es la ciencia. Como dice Sydney Brenner, la magia y la religión no han cumplido las expectativas, solo nos queda la ciencia. Es el instrumento para enfrentarnos al resto de los grandes desafíos de la humanidad. Pensemos en el cambio climático. Es necesario que sigamos produciendo la energía que la sociedad demanda, pero hemos de hacerlo incorporando los avances científicos y tecnológicos, de una manera sostenible, mediante la utilización de energías renovables, y también incorporando una de las grandes esperanzas: la energía de fusión. Y en cómo resolver el gran problema de la energía nuclear, los residuos, para lo que no veo otra solución que no sea encontrar el modo de reutilizarlos.

¿Hacia dónde va la ciencia del futuro? Pues no está claro. La ciencia, como la entendemos hoy, tal y como la define Borges, “es la lucha contra lo desconocido…, es la extensión natural de la imaginación”. Hoy, sin embargo, hay una ­presión extraordinaria para dar solución rápida a problemas concretos. Históricamente no son muchos los éxitos de la utilización de la ciencia al servicio de un problema concreto. Hay dos excepciones. Una, desastrosa, que es la bomba atómica. La segunda, menos mala, es la llegada a la Luna. Sin embargo, aún no hemos podido derrotar al cáncer, lo que da una idea de que es más dificultoso que ir a la Luna o que la bomba atómica. Los temas de la biomedicina o la biología en general parecen más complejos y requieren más medios. La mayor parte de las aplicaciones de la ciencia son consecuencia del proceso creativo, de tratar de entender lo incomprensible. A partir de ahí, la especie humana ha extraído soluciones a problemas concretos. Pero se está produciendo una transición justamente en sentido inverso. Se promueve lo concreto, la solución a las necesidades del mercado, y ya sabemos –y sufrimos– lo que a veces el mercado es capaz de generar. Es un tema difícil de explicar.

Inténtelo. Es innegable y necesaria la utilización del conocimiento, pero el platillo de la balanza está ahora inclinándose para dedicarse a lo inmediatamente práctico, a dar respuesta a las necesidades del mercado, a lo que ­denominamos innovación. Si no somos capaces de encontrar un equilibrio y desviamos la mayor parte de los ­recursos en esa dirección, quizá perdamos uno de los grandes valores que la ciencia ha aportado: su capacidad de transformar el mundo y su papel determinante en la evolución de la humanidad. Máxime en un momento histórico como este, que se puede definir por la incertidumbre del futuro. Y, desde luego, el gran sueño de la inmortalidad seguramente a partir de la innovación sería imposible. La innovación no habría generado la clonación ni la transdiferenciación o la reprogramación celular. Sencillamente porque no son demandas del mercado. Y ahí tenemos un problema.

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