11 Sep Carl Honoré: «Envejecer es un regalo, pero lo vemos como un castigo».
JUAN FERNÁNDEZ
Hace 15 años, Carl Honoré (Edimburgo, 1967) puso voz y discurso al ‘movimiento slow’ con su libro ‘Elogio de la lentitud’, en el que reivindicaba la necesidad de vivir con un ritmo más pausado, lejos del vértigo que imponen los tiempos actuales. Ahora, el periodista, escritor y conferenciante ha detectado otra demanda social flotando en el ambiente a la espera de que alguien la dote de reflexión: la de dignificar el envejecimiento de las personas y empezar a ver ese proceso humano como una bendición, no como una desgracia.
En ‘Elogio de la experiencia’ (RBA), este investigador de tendencias da pistas sobre cómo empoderar a quienes han rebasado el ecuador de sus biografías y se ven sometidos a la sospecha, comúnmente extendida, de que todo lo que les queda por delante es cuesta abajo.
–¿Recuerda la imagen que tenía a los 20 años de la gente de su edad actual?
–El 29 de diciembre cumpliré 52 años. Cuando era joven, la percepción que tenía de las personas de mi edad de ahora era sumamente despreciativa. Los mayores me parecían gente prescindible, seres sin nada interesante que aportar. Yo fui un feroz edadista, lo reconozco; miraba por encima del hombro a los que tenían más de 40 años y mantenía una actitud negativa hacia el proceso de envejecer. En parte, por eso he escrito este libro, porque la vida me ha enseñado lo equivocado que estaba.
–¿Cuáles son esos errores?
–La historia que nos venden es que después de los 45 años te vas a encontrar peor, pero eso es radicalmente falso. Sin duda, hay aspectos que evolucionan de forma que no te gusta, es inevitable. En mi caso, llevé muy mal la pérdida de vista, aunque ya me he acostumbrado a usar gafas para ver de cerca. Pero, en condiciones normales, la mayoría de tus capacidades permanecen iguales y muchas de ellas incluso mejoran.
–¿En qué ha mejorado el Carl de 51 años respecto al de 30?
–En las aptitudes sociales, por ejemplo. Los estudios demuestran que con los años tienes más facilidad para ponerte en los zapatos del otro y dispones de mayor sentido de la empatía que de joven. Esto es fundamental para negociar, colaborar y liderar grupos. También logras hacerte una idea de conjunto con más agilidad, ves el bosque, no solo los árboles. Aunque yo me quedo con una característica en particular asociada a la edad.
–¿Cuál?
–Cada vez te importa menos la opinión que tiene la gente sobre ti. Después de cumplir 45 años, te resbala un poco el qué dirán. Se da en todas las culturas y estratos sociales: con la edad, estás más seguro de ti y satisfecho del lugar que ocupas en el mundo, por lo que sientes menos miedo a decir lo que piensas. En tiempos como los actuales, en los que la gente es muy influenciable, es fundamental tener al frente de las empresas y los organismos a personas con criterio propio que eviten el aborregamiento. Y eso solo te lo da la edad.
–Pero esa no es la visión que abunda en el mundo laboral.
–Por desgracia, no. Si hablas con cualquier responsable de recursos humanos, te dirá que promocionar a alguien de más de 50 años para dirigir el área de nuevos proyectos es un disparate y que a partir de esa edad hay ir pensando en pasar a un segundo plano, justo cuando uno está en su mejor momento. No somos conscientes del talento, la experiencia y la capacidad de visión que desperdiciamos cuando marginamos a las personas mayores. Envejecer es un regalo, pero lo vemos como un castigo. Algo que debería ser luminosamente positivo, lo consideramos un motivo de vergüenza.
–¿Vergüenza?
–Todos los mensajes que recibe una persona de más de 45 años le invitan a vivir con miedo y zozobra su envejecimiento. En una cultura edadista como la nuestra, sometida al imperio de la juventud, la edad cronológica está tan cargada de prejuicios negativos que la gente madura prefiere ocultar los años que tiene. Si pone en Google ‘miento sobre…’, verá que la primera sugerencia que aparece es ‘mi edad’. De hecho, consideramos una falta de respeto preguntar por los años que se tiene.
–A pesar de esto, en su libro augura un inminente cambio en nuestra forma de percibir el envejecimiento.
–Sí, debido a un hecho demográfico: las sociedades están envejeciendo y cada vez va a haber más personas mayores de 50 años dispuestas a agarrar la vida por el pescuezo y exprimirla al máximo para aprovechar hasta la última gota de felicidad. Nada que ver con la imagen que teníamos antiguamente de la edad madura. Además, es gente con mucho poder adquisitivo. Si no lo hacen por humanidad ni por sentido común, las empresas y los gobiernos se van a ver obligados a dignificar a los mayores por interés. De hecho, ese proceso ya ha empezado.
–¿En qué lo nota?
–Una señal: en Amazon y Netflix han dejado de hacer perfiles de clientes en función de sus edades para categorizarlos por sus gustos. Vamos hacia un mundo en el que los años que tengamos nos definirán cada vez menos y nuestra identidad la marcarán la música que oímos, los libros que leemos o la comida que comemos. Poco a poco, la edad irá perdiendo el poder tóxico y perverso que tiene hoy.
–¿Cómo se combate el edadismo?
–Lo más urgente es empezar a mezclar las generaciones. Hoy vivimos en burbujas de coetáneos, solo nos relacionamos con gente de nuestra edad, pero no hay nada más eficaz para luchar contra los estereotipos que convivir con aquellos sobre los que tenemos prejuicios. Hay que mezclar a jóvenes y veteranos en las empresas, en los barrios, en los lugares de ocio. Empezando por los colegios. Los niños deberían reunirse más a menudo con críos de otras edades para que descubran que sus compañeros mayores y menores tienen cosas interesantes que contar.
–Vivimos dominados por el culto a la juventud. ¿Eso cómo se cambia?
–Ofreciendo una imagen más positiva de la gente de edad. Ese proceso también ha comenzado ya. Cada vez hay más marcas que usan en sus espots a personas mayores sin las connotaciones peyorativas del pasado, mostrándolas en actitud de disfrutar de la vida. Los medios, el cine y la publicidad pueden hacer mucho para vencer los viejos estereotipos. También ayuda mucho cambiar el lenguaje y evitar las expresiones y los chistes que menoscaban al mayor.
–¿Hay que cambiar la ley?
–Es suficiente con aplicar la que hay. En la mayoría de países, la legislación prohíbe discriminar a las personas por su edad, pero lo cierto es que se hace. En las corporaciones, en los medios, en la vida diaria. Hay que cambiar el chip mental que nos permite ver normal que un ejecutivo sea marginado por el hecho de tener más años.
–¿Es partidario de que haya cuotas de edad en las empresas, como se ha hecho con el género para integrar a la mujer?
–A mí no me gustan las imposiciones, prefiero que las cosas se hagan porque son de sentido común y justas. Esas cuotas solo las veo bien si se aplican de forma provisional, pero el objetivo es que las personas mayores sigan estando presentes en la vida de las empresas y los gobiernos porque son útiles y tienen mucho que aportar, no porque lo marque una cuota.
–En los años 60 del siglo pasado, los jóvenes reivindicaron su sitio. ¿Ha llegado la hora de que los mayores hagan lo mismo?
–Quizá sí, aunque con una salvedad: hay que abrazar el envejecimiento y gritarlo a los cuatro vientos sin complejos, pero el culto a la juventud no debe ser sustituido por el culto a la vejez. Soy más partidario de que nos mezclemos.
–¿El objetivo es que algún día no sintamos vergüenza de preguntarle la edad a una persona mayor, ni ella de decírnosla?
–No. El objetivo es que no sintamos la necesidad de preguntar la edad porque hayamos dejado de ver ese factor como algo que nos determina.
–¿Qué le diría hoy a su yo de 20 años?
–No sabes lo bien que te vas a sentir con 51, Carl, es increíble. Hoy sigues jugando a tu deporte favorito, el hockey, en estupendas condiciones con chavales de tu edad y en estos años has aprendido un montón de lecciones que te hacen sentir más sabio que nunca, pero con las mismas ganas de vivir de siempre.
DATOS BIOGRÁFICOS
Al poco de nacer en Escocia, su familia se trasladó a la ciudad canadiense de Edmonton, donde pasó su infancia y adolescencia. Se considera más canadiense que escocés, aunque volvió a Edimburgo para estudiar Historia y Filología Italiana.
Al acabar sus estudios, ejerció como asistente social con niños de la calle en Brasil, y en 1991 empezó a trabajar como periodista en Brasil y luego en Argentina. Ha publicado en ‘The Economist’, ‘Observer’, ‘Time’ y ‘Miami Herald’, entre otras cabeceras.
‘Elogio de la lentitud’, de 2004, le convirtió en el gurú del ‘movimiento ‘slow’. Vive en Londres con su mujer y sus dos hijos.