05 Oct Cuando los mayores importan.
El muro ya era de piedra. Detrás de él, la misma arena y el mismo mar. Por delante había arena y pedazos de cemento. Lo que hoy es peatonal entonces era una vía de dos sentidos, antaño normal, hogaño sin sentido. Por donde corrían camiones, hoy pasean personas.
Fernando Quintela
Hubo un tiempo en que nos acostumbramos a la imagen del mayor apartado a un lado de la vida; un lado donde no llega la luz, donde no se participa, no se escucha ni se atiende. A los mayores, que entonces llamábamos abuelos, y no por pertenencia familiar, muchas veces se les aparcaba de forma explícita y literal. Eran un estorbo que a nadie interesaba cuidar, ni siquiera escuchar, se les respondía sin mirarles a los ojos por vergüenza, porque en el fondo sabíamos que era indecente nuestra actitud. Incluso llegó a producirse un anuncio que prevenía a los veraneantes para que fueran compasivos y no dejasen a los abuelos abandonados en las gasolineras. Después fueron los anuncios para perros abandonados en las cunetas: “Él no lo haría”. Tu abuelo tampoco.
Los mayores, muchos, no contaban para nadie durante los meses de verano. Los más privilegiados viajaban con su familia, otros se quedaban en casa, en la ciudad, solos, desorientados y sin asistencia (ahora la tienen en organizaciones como Cáritas o voluntariados como Amigos de los Mayores, una organización de personas sensibilizadas que ofrecen apoyo afectivo y emocional, y acompañan a quien esté solo en esta temporada), a muchos se les ingresaba en hospitales a los que nunca se regresaba para recogerlos , y otros, los menos, eran los abandonados en la calle, en gasolineras, en albergues.
Las vacaciones eran la excusa perfecta para deshacerse de un mobiliario antiguo y poco útil, pero con vida y mucha experiencia para ayudar, tal como está quedando en evidencia desde que hace un año y medio comenzase el infierno del coronavirus. Nadie les veía pero nos hemos aferrado a ellos como bote salvavidas. El mismo bote que ellos construyeron desde la nada.
Ver esta imagen alborota la conciencia. El ‘abuelo’ ya no es ‘un pintado en la pared’, que dirían en Cali, Colombia, sino un elemento más integrado en la sociedad civil, familiar y en muchas ocasiones, en la política. Y qué decir de la la economía, cuando media España vive de maravilla gracias a lo heredado, al esfuerzo de otros, de ellos, esos a los que no escuchamos.
En el pueblo de la imagen que acompaña este artículo, Ares (La Coruña), se ha trabajado durante años con intensidad y mucho coste por tener un paseo marítimo por el que caminar, o rodar, durante kilómetros al borde del mar sin tener un sólo obstáculo. Un pueblo donde se ha insistido en hacer ese hueco que las personas que antes no contaban ahora puedan encontrar un lugar desde el que volver a casa cada noche sintiéndose parte del grupo. Un pueblo al que el coronavirus, además de vidas, le ha arrebatado, por ahora, un proyecto de residencia y mejora de vida para mayores no dependientes, dependientes y grandes dependientes.
Cuando la señora que va empujada por el niño tenía la edad de éste, no podía imaginarse que esta fotografía pudiera darse. Y el niño que empuja la silla se preguntará que dónde está la importancia para convertirse en una publicación en un medio de comunicación. La respuesta es que es una imagen de amor, de integración, de colaboración en una sociedad que no lo pone fácil, del ejemplo de un pueblo que piensa en sus mayores. Puedo imaginarme perfectamente a ese niño cantando Toda una vida, de Chavela Vargas. Una declaración de amor, aunque adaptada.
En una las terrazas de Ares, un niño de 9 años abrazaba a su abuela mientras le decía “qué bien hueles abuela”, a lo que ésta le correspondió con un “gracias mi cariño”. El niño, con absoluta normalidad, miro a su abuela y le dijo: “Siempre me ha gustado el olor a vieja”. Así de gráfico. Lejos de ser una ofensa, la abuela compartió la risa complice con el niño y el resto de la familia.