26 Mar Aprender a convivir con la discapacidad en el agua.
La Fundación Garrigou ha creado una escuela de natación a la que acuden niños con y sin discapacidad intelectual. Para todos, es una forma de mejorar la socialización y el desarrollo motor.
Helena Cortés
En las clases extraescolares de natación que ha puesto en marcha este curso la Fundación Garrigou en la piscina del centro de Educación Especial María Corredentora (Madrid), el objetivo último, paradójicamente, no es aprender a nadar. Allí, niños con y sin discapacidad intelectual aprenden juntos a controlar cada vez mejor su cuerpo bajo el agua, mientras asumen que la diversidad es algo natural.
«Aquí agrupamos a niños por sus competencias en el agua, no hacemos diferencias entre unos y otros», explica José Manuel Gómez, uno de los monitores, mientras su grupo reducido de pupilos chapotea a su alrededor. Algunos, hermanos de otros alumnos con discapacidad, están más que acostumbrados a esta convivencia. «Cuando están juntos todos los días, acaban normalizando la discapacidad. El problema es decir que son niños especiales. No es cierto, son niños que necesitan una atención especializada. Lo mismo a la hora de socializar. No son síndromes de Down, sino personas con síndrome de Down», añade su compañero Manuel Vidart.
Los dos especialistas tratan a los chiquillos con el cariño y la confianza de quien lleva años trabajando con ellos: les animan, les corrigen y les motivan. «La actividad física es muy importante para cualquier persona, e intentamos darles esas competencias que les permitan seguir luego con una vida activa», destaca Gómez. En el caso de los alumnos con discapacidad, el ejercicio tiene también muchos otros beneficios. El primero, señala Vidart, es que al trabajar en el agua minimizan el riesgo de caída. «Es muy importante que lo que les proponemos puedan hacerlo, que no sean cosas imposibles. Así, se sienten capaces», destaca. «Cada discapacidad es distinta, pero muchas tienen en común una alteración del tono muscular y de los sistemas que nos ayudan a mantener la posición y el equilibrio. El trabajo físico que hacemos aquí ayuda a los niños a integrar su esquema corporal, lo que permite que el cerebro pueda centrarse en otros aprendizajes», añade su compañero.
Ambiente familiar
Aunque las clases están pensadas para niños, también hay adultos como Daniel, que está en el programa de transición a la vida adulta del centro de la Fundación Garrigou. «Vengo a bajar la barriga», cuenta con desparpajo. Estuvo un tiempo en la piscina municipal de su barrio, pero dos chavales le robaron el móvil, veinte euros y el reloj mientas estaba en clase. Y volvió con Manu y José Manuel.
Crear un ambiente familiar es muy importante para este equipo de profesionales. «Siempre hemos invitado a los padres a clase. Ahora tienen más limitada la asistencia por las medidas para prevenir el coronavirus, pero antes incluso podían meterse en el agua con sus hijos. Eso les da tranquilidad», recuerda Goméz. «Mi hijo, que es alumno del colegio, viene desde que tiene 5 años con su hermana. Yo creo que les aporta mucho: mejoran el control de la coordinación, hacen ejercicio físico, se relacionan…», reconoce Montse, madre de un pequeño con síndrome de Down. «En el confinamiento cambiaron su rutina y lo pasó muy mal. Estaba totalmente descontrolado. En cuanto nos ofrecieron las extraescolares ni me lo pensé. Ellos necesitan volver a su rutina y a su vida social. Tan malo es que cojan el virus como que no tengan otros alicientes. Y aquí guardan todas las medidas. Es mucho más beneficioso que dejarles en casa».