25 Sep Vivir 24 horas con el maltratador en casa.
Más de la mitad de las llamadas recibidas por la Fundación ANAR durante el estado de alarma eran de niños que sufrían violencia física y psíquica.
F. Javier Barroso
El dato resultante escalofriante, por la realidad que refleja. Más de la mitad de las llamadas que recibió la Fundación ANAR (Ayuda a Niños y Adolescentes en Riesgo) durante el estado de alarma en el teléfono 900 20 20 10 y en su chat fueron de menores que sufrieron violencia física o psíquica –o ambas- por parte de sus padres. Algunos casos graves tuvieron que derivarse a la policía ante el riesgo que corrían estaS víctimas, incluso de su propia vida. Este hecho además se vio agravado por la necesidad de teletrabajar de los voluntarios de esta fundación y de respetar los derechos y la intimidad de los niños.
Al frente del equipo de la Fundación ANAR ha estado Benjamín Ballesteros Barrado, un psicólogo madrileño de 48 años que lleva en la organización desde 1997. Ingresó como voluntario y ahora es el director de programas de formación, además de un experto reconocido en la violencia infantil. “Durante los primeros días de la pandemia sufrimos mucho miedo por el temor al contagio, pero siempre pensamos que los que realmente estaban en riesgo son los niños que nos llaman”, resume Ballesteros.
La fundación, cuyo embrión fueron los hogares de acogida allá por el año 1970, creó su teléfono de atención al menor en 1994. Este sistema pionero se caracteriza por una total protección del menor, del que se mantiene el anonimato en todo momento. La llamada es atendida por un psicólogo, que recibe cursos específicos para atender a niños y adolescentes. Una coordinadora, una abogada y una trabajadora social respaldan la llamada y resuelven los conflictos casi siempre en la misma llamada.
Con la llegada de la pandemia y del teletrabajo este sistema empezó a peligrar como un castillo de naipes. Los teleoperadores tenían que trabajar desde casa, por lo que no tenían el respaldo inmediato del resto del equipo. Además, casi todos tenían familia y sus integrantes no podían oír las conversaciones y mucho menos, si se trataba de menores, escuchar situaciones de violencia infantil. Además, quedaba por resolver el gran problema, el nudo gordiano del estado de alarma. Si los menores estaban confinados con sus agresores, no podían llamar sin que estos les escucharan, por lo que se agravaba el problema. “Había que ponerse en marcha cuanto antes porque los menores lo estaban pasando mal. La frustración que sufren los adultos por estar en un ERTE, por no saber lo que iba a pasar, por estar tanto todo el día en el mismo domicilio hacía que estos menores tuvieran mucho más riesgo”, reconoce el directivo de ANAR. “Esa tensión, esa agresividad, se descarga muchas veces contra los niños y las niñas, que son los más impunes”, añade.
Durante dos meses, la fundación solo funcionó con su chat. Está creado de tal modo que los mensajes que va escribiendo el menor y las respuestas que recibe se van borrando al poco tiempo, por lo que no hay riesgo en caso de que entré el menor en su habitación e intente leer el contenido. ANAR estuvo funcionando así durante dos meses. En ese tiempo, gracias a una empresa especialidad logró desarrollar el llamado método del susurro. El adolescente habla con el voluntario y le está escuchando a la vez el resto del equipo. Este a su vez puede hablar con el psicólogo, sin que lo oiga el menor. “Fue un reto tecnológico, en un momento en que la informática se puso a precio de oro y con los recursos económicos que tiene nuestra fundación. Se consultó incluso a la Agencia Española de Protección de Datos para hacerlo todo de forma muy legal”, describe Ballesteros.
Pero aún quedaban más problemas. Muchos voluntarios no tenían ordenadores o los que poseían resultaban obsoletos para descargar y utilizar el método de susurro, un complejo software que requiere equipos con alta capacidad. La solución llegó a través de un préstamo del Ministerio de Educación y de donaciones de diversas empresas como Vodafone. La puesta de largo de este sistema llegó cuando empezaron las fases de desconfinamiento y los niños tenían opciones de quedarse solos. Del 36,2% de casos con violencia, las peticiones de auxilio fueron en aumento día a día hasta llegar al 52,5%. “Todavía sigue subiendo y nos tememos que esa tendencia va a ser muy difícil que pare. Predomina la violencia física sobre la psíquica”, reconoce el directivo de ANAR. Por protección de la intimidad rechaza relatar casos o situaciones que han vivido durante la pandemia. La otra cara de la moneda es que descendió muchísimo el acoso escolar y en las redes que sufren los menores, según destaca Ballesteros.
ANAR tiene tres niveles de intervención, en función de la gravedad del caso. El más leve es cuando se resuelven las dudas que tiene el menor sobre algún problema y se le recomienda, en general, que reciba el apoyo de los adultos de su entorno, a los que no se ha atrevido de contar lo que le ocurre. El segundo supone la derivación a los recursos municipales o sociales de su región para que le ayuden. Para ello, la fundación tiene un listado actualizado de todos los sitios a los que se puede acudir. El tercero y más grave supone la intervención. Aquí es cuando suenan todas las alarmas y el adolescente está en riesgo inminente o en una vulnerabilidad extrema. Se pasa el aviso de inmediato a la policía o a la Guardia Civil para que acudan a proteger. Y si fuera necesario, detuvieran a su agresor.
La fundación puso en marcha durante el estado de alarma una campaña impactante para remover las conciencias y hacer visible la violencia hacia los menores. Con los lemas “el confinamiento ha escondido cosas que nadie esperaría” y “esto que estás escuchando no es un aplauso”, sacó en sus redes un vídeo en el que se refería a los golpes que estaban recibiendo los niños.
Todo tipo de llamadas desesperadas
Los voluntarios de la Fundación ANAR recibieron en las primeras semanas de la pandemia todo tipo de llamadas de petición de ayuda. Hubo niños que denunciaron agresiones verbales e incluso físicas a sus padres e incluso a ellos por estar jugando y corriendo en sus casas o que gritaban en algún momento, según relata Benjamín Ballesteros. Se trataban de insultos y de plantarse delante de sus casas, sin darse cuenta de que se trataba de niños. También tuvieron peticiones de familias que tenían problemas económicos y no tenían dinero para hacer frente a la compra. Y la llamada brecha electrónica. Adolescentes que no tenían ordenadores o móviles con los que hacer los deberes y asistir a las clases online de sus profesores. Estos casos fueron derivados desde el departamento social a distintas Administraciones Públicas. “La gente lo estaba pasando muy mal”, resume Ballesteros.
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