El sueño de una pastilla para ser feliz

El sueño de una pastilla para ser feliz

El caso de la mujer que no siente dolor sugiere un camino para investigar la manipulación de las emociones humanas con fármacos.

MANUEL ANSEDE

“Soy ridículamente feliz”, explicaba la semana pasada Jo Cameron a este periódico. Si Obélix se cayó en la marmita de poción mágica cuando era niño, esta mujer británica de 71 años nació directamente dentro de la marmita. A causa de dos mutaciones genéticas, en su cerebro hay concentraciones muy altas de cannabinoides endógenos, unas sustancias naturales con efectos similares a los de la marihuana. Cameron es incapaz de sentir dolor. Y, además, sacó un 0 de 21 en un cuestionario para evaluar su ansiedad y un 0 de 29 en otro sobre la depresión.

El insólito caso de Jo Cameron pone sobre la mesa hasta qué punto las sensaciones humanas son meras reacciones electroquímicas y, por lo tanto, manipulables. La pregunta surge de manera natural: ¿Se puede crear una especie de pastilla de la felicidad?

“Gran parte de lo que consideramos la felicidad tiene componentes biológicos. Y esos componentes son una diana potencial para tratamientos químicos o con impulsos eléctricos. No me sorprendería que en un futuro pudiésemos tener una sensación de bienestar inducida de manera biológica”, responde Eduard Vieta, jefe del servicio de Psiquiatría y Psicología del Hospital Clínic de Barcelona.

Vieta tiene en mente el soma, la droga que todo el mundo consume en la novela Un mundo feliz, publicada por el escritor británico Aldous Huxley en 1931. “En la actualidad el progreso es tal que los ancianos trabajan, los ancianos cooperan, los ancianos no tienen tiempo ni ocios que no puedan llenar con el placer, ni un solo momento para sentarse y pensar”, narra el libro. “Y si por desgracia se abriera alguna rendija de tiempo en la sólida sustancia de sus distracciones, siempre queda el soma, el delicioso soma, medio gramo para una tarde de asueto, un gramo para un fin de semana, dos gramos para un viaje al bello Oriente, tres para una oscura eternidad en la luna”.

“Ya existen drogas que dan bienestar, como la morfina. Lo malo es que hoy, con las adicciones, tienes una felicidad efímera y una infelicidad muy duradera”, advierte Vieta, también director científico del Centro de Investigación Biomédica en Red de Salud Mental. “Pero creo que, teóricamente, sí es posible encontrar métodos para inducir un estado de bienestar sin que te adoctrinen como en Un mundo feliz”, opina.

Otros expertos son mucho más escépticos, como Joanna Moncrieff, profesora de Psiquiatría del University College de Londres. Hace ya una década, publicó el libro El mito de la cura química: una crítica al tratamiento farmacológico psiquiátrico. “Tenemos una visión demasiado optimista de lo que pueden hacer los fármacos. Nos creemos que pueden imitar estados normales, pero rara vez lo hacen. En cambio, los medicamentos que afectan al cerebro generalmente nos hacen menos sensibles al mundo que nos rodea, particularmente a otras personas. Pensemos en cómo afecta el alcohol a la gente”, expone Moncrieff.

La psiquiatra recuerda que ya hay muchas sustancias que logran que las personas se sientan bien, como la cocaína, el éxtasis, la heroína y el diazepam, más conocido como Valium. “Pero esto no es felicidad. Como muchos filósofos, estoy de acuerdo con Aristóteles en que la felicidad proviene de vivir una vida satisfactoria, así que, en mi opinión, nunca se logrará mediante la manipulación del cuerpo o del cerebro con productos químicos u otros medios”, zanja Moncrieff.

Hace un par de años, una investigación con más de 50.000 personas de nueve países mostró que su nivel de satisfacción con su propia vida influía más sobre su salud que las emociones que experimentaban en su día a día. “La felicidad es un constructo. La idea de una pastilla de la felicidad pertenece a un modelo de pensamiento biomédico, a la medicalización de la vida”, sostiene Marta Miret, coautora de aquel estudio y antropóloga de la Universidad Autónoma de Madrid.

La británica Jo Cameron cuenta que, al no sentir dolor, se quema a menudo en la cocina y no se entera hasta que huele a carne quemada. “Las emociones negativas nos ayudan a aprender. Son muy importantes en la toma de decisiones. No sentir dolor, ya sea físico o emocional, tiene muchas consecuencias negativas”, alerta Miret.

El cerebro es un órgano de apenas kilo y medio, pero con 86.000 millones de neuronas y con billones de conexiones entre ellas. “Es tremendamente complejo. Puede aparecer un caso como el de Jo Cameron entre más de 7.000 millones de personas”, reflexiona el neurocientífico Francesc Artigas, del Instituto de Investigaciones Biomédicas de Barcelona. “El cerebro, además, es un órgano tremendamente plástico”, advierte. Las pastillas de MDMA (éxtasis), por ejemplo, “liberan serotonina y dopamina y generan una felicidad farmacológica pero, si sigues tomando, cada vez necesitas una dosis mayor para tener el mismo efecto”.

A juicio de Artigas, la respuesta a la pregunta de si algún día tendremos una pastilla de la felicidad es muy sencilla: “No”. La alternativa, quizá, está en los versos que canta un personaje de Un mundo feliz: “Abrázame hasta embriagarme de amor, bésame hasta dejarme en coma; abrázame, amor, arrímate a mí; el amor es tan bueno como el soma”.

ÉXTASIS EN LOS HOSPITALES

En la búsqueda de paraísos artificiales, el estadounidense Rick Doblin es una autoridad mundial. En 1986, fundó la Asociación Multidisciplinaria de Estudios Psicodélicos, una organización californiana que financia investigaciones científicas sobre los posibles usos médicos de las drogas psicodélicas y la marihuana. “El MDMA estimula la liberación de hormonas y neurotransmisores como la serotonina, la dopamina y la oxitocina, que se asocian con estados de ánimo y sentimientos positivos y con la creación de vínculos sociales”, explica Doblin. “Yo no sé si será posible tener una pastilla que induzca la felicidad, pero puedo anticipar que hacia 2021 la Administración de Alimentos y Medicamentos de EE UU (FDA) aprobará una psicoterapia con MDMA como tratamiento de prescripción para el trastorno de estrés postraumático”, señala.

“Me cambió la vida”, aseguró en 2016 a este periódico Jonathan Lubecky, un hombre de 40 años que estuvo destinado en Irak como soldado del Ejército estadounidense y probó la terapia. “Si no hubiese seguido ese tratamiento, me habría matado a mí mismo. Antes, había tenido cinco intentos de suicidio”, afirmó Lubecky. Los ensayos clínicos lograron que el 68% de los 107 participantes fueran dados de alta de su trastorno de estrés postraumático tras tres sesiones de psicoterapia con MDMA, según las cifras de la asociación.

Ahora, la organización MAPS está reclutando a unos 300 voluntarios para una última fase de sus ensayos con MDMA. Las pruebas tendrán lugar en centros de investigación de EE UU, Israel y Canadá. “Los efectos beneficiosos y terapéuticos del MDMA se descubrieron a mediados de la década de 1970. El MDMA ya se utilizó en secreto como una herramienta terapéutica por algunos psicólogos”, recuerda Doblin.

“Estos efectos, combinados con el apoyo de terapeutas entrenados, ayudan a las personas con trastorno de estrés postraumático a procesar sus recuerdos dolorosos, a integrar las lecciones que aprendieron de esas experiencias y a seguir adelante con sus vidas en lugar de permanecer atrapadas en el pasado”, celebra el presidente de MAPS. Su organización ha recaudado unos 44 millones de dólares desde su fundación en 1986. Las grandes farmacéuticas, según asegura Doblin, no están interesadas en ensayar posibles terapias con MDMA, porque la patente ya ha caducado.

Si, finalmente, la FDA aprueba su uso, el MDMA no será un medicamento disponible en las farmacias, sino un fármaco administrado en los hospitales bajo la estricta supervisión de los médicos, subraya Doblin.

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