Resistencia a antibióticos, la nueva pandemia

Resistencia a antibióticos, la nueva pandemia

Son la base de la medicina moderna, pero estas medicinas milagrosas se están agotando. Los antibióticos se han usado tanto, y a menudo tan mal, que las bacterias han aprendido rápido a sortear sus efectos.

CRISTINA SÁEZ

Nada hacía presagiar a la familia Rererich que aquel domingo de mayo del 2011 su vida se convertiría en una pesadilla. Su hija mayor, Addie, de 11 años, a media tarde comenzó a quejarse de que le dolía la cadera y durante la noche empeoró tanto que sus padres decidieron llevarla al hospital, donde tras varias pruebas descubrieron que padecía una infección provocada por una bacteria llamada Staphylococcus aureus.

Es un microorganismo que, como tantos otros, está en el medio ambiente y en la microbiota (bacterias, hongos y otros microbios que se encuentran de manera normal en el cuerpo) de las personas sanas. Puede que la niña se hiciera un rasguño y que la bacteria infectara la herida, con la mala fortuna de que se coló en su sangre, le invadió los pulmones y le ocasionó una neumonía.

Los antibióticos son las únicas armas de que se dispone para luchar contra este tipo de microorganismos. Aunque ahora parezca impensable, hace 80 años, gente joven y sana moría irremediablemente debido a un pequeño corte infectado. El problema es que, tras décadas de usarlos, estos poderosos medicamentos están dejando de ser efectivos porque las bacterias han aprendido a sortear sus efectos y se han vuelto inmunes.

En el caso de Addie Rererich, el Staphylococcus aureus que se multiplicaba a gran velocidad en su organismo era resistente a la mayoría de los antibióticos que existen, y por si fuera poco, otra bacteria presente en los hospitales, Stenotrophomonas, también se coló en su sangre, y esta es panresistente: no existe ni un solo medicamento capaz de combatirla.

El caso de esta niña americana no es singular. Millones de personas en todo el mundo se infectan cada año por bacterias multirresistentes, y cientos de miles mueren. Sólo en la Unión Europa, según datos del Centro de Control de Enfermedades Europeo (ECDC), fallecen unas 25.000 personas al año por este motivo, lo que supone además un coste de 1.500 millones de euros a los sistemas sanitarios. Y según un informe elaborado por el Reino Unido, la situación se irá agravando hasta que en el 2050, diez millones de personas en todo el planeta perderán la vida por este motivo.

“Nos enfrentamos a un problema sumamente grave. Hace 28 años que veo a enfermos, y en este tiempo hemos pasado de poder tratar las neumonías con penicilina a no tener nada con que curar a los pacientes. Hemos tenido incluso que recuperar antibióticos antiguos que son tóxicos, con muchos efectos secundarios. Y lo peor es que hace tan sólo cinco años esto no ocurría”, afirma Joan Gavaldà, al frente del Laboratorio de Enfermedades Infecciosas del Instituto de Investigación de Vall d’Hebron, hospital público barcelonés.

Sin antibióticos no hay medicina moderna. No sólo son la única arma de que se dispone para enfrentarse a las bacterias y curar infecciones, gracias a ellos es posible realizar operaciones sencillas, como la apendicitis, y otras más complicadas, como un trasplante de órganos. Han aumentado la supervivencia de los bebés prematuros y garantizado el éxito de los partos complicados. Sin ellos, los pacientes en cuidados intensivos tendrían pocas opciones de supervivencia, como también los enfermos de cáncer que siguen un tratamiento de quimioterapia.

“A menos que empecemos a tomar medidas significativas para mejorar la prevención de las infecciones y también para cambiar cómo producimos, prescribimos y usamos los antibióticos, el mundo perderá esos avances de salud pública global. Y las implicaciones que eso tendrá serán devastadoras”, asegura Danilo Lo Fo Wong, director del Programa de Control de Multirresistencias a Antibióticos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Esa medicina milagrosa

Desde que la vida apareció sobre la faz de la Tierra, los organismos han luchado unos contra otros para sobrevivir. Y los antibióticos no son otra cosa que una de las armas que han desarrollado: sustancias tóxicas que secretan para protegerse, similares al veneno de las abejas o a las urticarias provocadas por las ortigas. Alexander Fleming fue el primero en descubrir en 1928 que un hongo, el Penicillium chrysogenum, lograba deshacerse de las bacterias agresoras segregando un producto químico, la penicilina, que pronto se convirtió en el primero de estos potentes medicamentos.

El bacteriólogo inglés también vislumbró lo efímera que podía ser aquella panacea y ya cuando en 1945 recogió el premio Nobel de Medicina por su importante hallazgo alertó de la posibilidad de que las bacterias generaran resistencias. Pocos le escucharon. El mundo estaba demasiado entusiasmado con estos fármacos de los que se decía que erradicarían las enfermedades del planeta. Se empezaron a usar de forma indiscriminada. Y tan sólo cuatro años después surgían los primeros casos de microorganismos inmunes a su acción.

“Las bacterias se replican muy rápido, algunas cada 20 minutos. En ese proceso pueden producirse mutaciones espontáneas que, si afectan a un gen que confiere resistencia a antibióticos, la bacteria se vuelve resistente”, explica Jordi Vila, quien está al frente del departamento de microbiología clínica del hospital Clínic de Barcelona y de la Iniciativa de Resistencias a Antibióticos del Instituto de Salud Global (ISGlobal). Al tratar de nuevo al paciente con un antibiótico, sólo sobrevive la bacteria resistente, que se empieza a multiplicar y pasa a dominar el ecosistema.

Al principio, aquellas resistencias no suponían un gran problema, porque se desarrollaban nuevos antibióticos a un ritmo superior al que las bacterias necesitaban para aprender a esquivar sus efectos. Pero con el paso de los años, la situación se fue complicando. Cada vez era más difícil dar con nuevos medicamentos, mientras que los microorganismos se hacían más hábiles esquivando los existentes. Desde 1987 no ha salido al mercado ninguna nueva familia de antibióticos; los disponibles están dejando de ser efectivos.

“Hemos abusado y ahora estamos empezando a pagar las consecuencias”, se lamenta Jesús Rodríguez, jefe del departamento de enfermedades infecciosas y microbiología clínica del hospital universitario Virgen Macarena, en Sevilla, y director científico de la Red Española de Investigación en Patología Infecciosa (Reipi). “Son fármacos muy seguros, los más eficaces que tenemos, y los hemos tomado como si fueran un caramelo”, considera.

El doble de consumo en España

Según datos de la Sociedad Española de Pediatría Extrahospitalaria y Atención Primaria (Sepeap), el 90% de los antibióticos que tomamos lo prescribe el médico de cabecera y los servicios de urgencias, sobre todo para tratar infecciones respiratorias. Y un estudio del ECDC europeo señala que cerca del 50% de los pacientes ingresados en un hospital español al menos toma una dosis antibiótica al día, frente al 30% de la media de los países europeos. De hecho, los españoles consumimos de media más del doble de estos medicamentos por habitante que los holandeses.

También se han administrado de forma abusiva al ganado: se calcula que más de la mitad del total de los antibióticos consumidos se destina a los animales. “El uso de antibióticos como promotor del crecimiento, para engordar rápido al ganado, ha sido un factor importante de generación de bacterias resistentes. Desde el 2006 está prohibido en la UE usarlos para este fin; ahora bien, sí se pueden administrar como terapéuticos y también como profilácticos, para prevenir enfermedades”, explica Carmen Torres, catedrática de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de La Rioja. Hecha la ley, hecha la trampa. “La prohibición del uso como promotores del crecimiento puede conllevar un aumento en su uso como profilácticos”, apunta.

Las superbacterias de los animales de granja pueden pasar a través de las heces a las aguas residuales, a los cultivos, y de estos, al ser humano. Incluso en agricultura, aunque en menor medida, se usan antibióticos para combatir plagas bacterianas.

Y la globalización hace que estos microorganismos resistentes se muevan a una velocidad vertiginosa por todo el planeta. “Una infección puede comenzar en el Sudeste Asiático y llegar a Europa o Estados Unidos en días, ya sea a través de viajeros, de comida… y expandirse e incluso provocar epidemias, como ya ha ocurrido”, señala Lo Fo Wong.

¿Y ahora, qué?

Desde hace tres años, el Foro Económico Mundial sitúa las resistencias antimicrobianas como uno de los riesgos más importantes para el planeta, al mismo nivel que el cambio climático, la crisis por el agua o las guerras atómicas. Ante la gravedad de la situación, la OMS, este año, ha publicado un Plan de Acción Global frente a la Resistencia Antimicrobiana en el que conmina a los gobiernos de los distintos países a actuar antes de que sea demasiado tarde. Algunos ya han comenzado a tomar cartas en el asunto, como el Reino Unido y Estados Unidos, que han hecho inversiones millonarias para investigar nuevos antibióticos.

“España tiene desde hace poco tiempo un Plan Nacional contra la Resistencia Antibiótica, muy pormenorizado y con acciones concretas, pero con una gran incógnita por resolver: quién lo paga y quién lo implementa”, cuestiona Gavaldà, también médico en Vall d’Hebron.

En su plan, la OMS señala la necesidad de desarrollar nuevos kits de diagnóstico, rápidos y eficaces, que ofrezcan información al médico valiosa para decidir qué antibiótico es más apropiado, o incluso si hace o no falta administrarlo. También, que sólo se pueda acceder a los antibióticos con receta médica, así como aumentar las campañas de vacunación y de higiene entre la población para prevenir infecciones e incrementar la concienciación social.

Aunque, sin duda, lo más apremiante es conseguir nuevos antibióticos. En las décadas de los años cuarenta y cincuenta se descubrieron muchos, pero pronto se aprobaron leyes que limitaban los beneficios económicos que las farmacéuticas podían obtener por ellos, lo que hizo que algunas compañías, en lugar de seguir investigando nuevos fármacos, se dedicaran a modificar otros ya conocidos para mejorarlos.

“No hay mucho dinero en este negocio. Es más rentable hacer medicamentos para el cáncer, la diabetes o la hipertensión, que se administran durante un largo periodo. Los antibióticos cuestan entre 10 y 15 años de investigación y millones de euros antes de que salgan al mercado. Pero se dan durante un periodo corto, lo que hace que las ventas sean limitadas”, explica Gavaldà.

En las últimas cuatro décadas sólo han salido al mercado dos nuevos medicamentos (de familias ya existentes) y desde los años ochenta, la mayoría de las grandes compañías ha tirado la toalla.

Búsqueda de fármacos

“Es muy complicado encontrar otra penicilina. Nosotros apostamos por los llamados antibióticos patógeno específico, dirigidos específicamente al agente causante de la infección”, explica Domingo Gargallo, director científico de ABAC Therapeutics, la primera farmacéutica española centrada en la búsqueda de antibióticos específicos contra bacterias multirresistentes, creada en el 2014 y que reclama un cambio de paradigma. “Es absurdo –dice– pagar seis euros por una caja de un medicamento que salva vidas y que tiene un impacto brutal sobre la sociedad y la medicina. Hay que cambiar volumen por valor y hacer un uso racional de ellos”.

En esta carrera contrarreloj contra las bacterias, pequeños grupos de investigación en los hospitales buscan alternativas a los antibióticos utilizando desde técnicas de genómica bacteriana hasta nanotecnología. Exploran el océano, las algas, los hielos de la Antártida. Investigan péptidos (pequeñas proteínas) segregados por algunos animales, como los cocodrilos o las ranas, y que son capaces de destrozar a los microbios. Igualmente, virus llamados bacteriófagos, y metales, como el cobre y la plata, tal vez los antimicrobianos más antiguos que existen y que Hipócrates ya usaba en el siglo IV antes de Cristo.

“Quiero ser optimista y pensar que en los próximos 15 años tendremos nuevos antibióticos”, dice Jordi Vila, de ISGlobal. Esperemos que así sea, porque, estimado lector, que hoy esté usted leyendo este artículo es gracias a que los antibióticos le han salvado la vida. Y no una, sino seguramente varias veces. ¿Qué pasará si nos quedamos definitivamente sin ellos?

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