30 Jun La energía de los veteranos
Han superado la barrera de los 80. Activos, enérgicos y más sabios, nueve personajes reflexionan sobre el paso del tiempo y cómo afrontar la vejez para convertirla en una edad más: La nueva cuarta edad.
JUAN CRUZ 19/06/2011
De dónde viene la energía de los veteranos? Héctor Alterio, el actor, que tiene 81 años, está sentado en su cafetería habitual; viene con una casaca roja y azul (él, que es tan madridista); es muy alto, y eso ha hecho que el tiempo le haya puesto algunos suplementos a los huesos de su espalda, pero envejece muy bien, y se ríe como cuando era un joven exiliado argentino que a mediados de los setenta se vino a España a labrarse un porvenir lejos de la dictadura militar. Ahora es un veterano que lucha por sobrevivir y hace memoria; pero eso pasa en la ficción, pues es, como actor, el partisano que protagoniza La sonrisa etrusca, de José Luis Sampedro, en la versión teatral de José Carlos Plaza.
Esa obra, La sonrisa etrusca, ha sido durante años un emblema de la vejez, de cómo afrontarla con energía para convertirla en una edad más, pero no en una frontera. Y ahora su autor, Sampedro, que ya tiene 93 años y sigue escribiendo manifiestos y publicando novelas, figura entre esos personajes que superaron los setenta, los ochenta y los noventa y soportan lo que venga. Al personaje que le da encarnadura a su ente de ficción, un viejo que fue partisano en la Segunda Guerra Mundial y luchó contra el fascismo en Italia, le preguntamos qué noticias le ha dado a él personalmente la edad en la que ahora está.
Tiene Héctor Alterio una mirada envolvente, unos ojos claros que te taladran, pero cuando esa pregunta surge se pone a mirar sus manos, como si quisiera tener constancia de las manchas de la piel, antes de decir: «Pienso que hay cosas que se agudizan, que biológicamente son inevitables. Pero eso no ha pasado aún; creo que dentro de cinco o seis años la cosa va a manifestarse de manera más definitiva». Mientras tanto, dice Héctor, sigue teniendo el mismo humor, las mismas ganas de trabajar. Es posible que no se dé cuenta de algunas cosas que le pasan y que tienen que ver con esas noticias de la edad, «pero aún no percibo esas sensaciones como amenazas tangibles».
Sigue disfrutando en la soledad, algo que él cree que es un factor que le regala la madurez, junto a cierto distanciamiento, «que es quizá el mejor tesoro que te da la experiencia».
A Héctor le viene bien trabajar; eso acentúa su vida interior; ha de estudiar, aprenderse papeles, «ser otro» constantemente, «y eso rejuvenece». Si esa pregunta se la hacemos dentro de cinco años, dice Alterio, «a lo mejor las respuestas pueden variar. Mientras tanto, lo estoy pasando bien, sigo con mi compañera, tenemos la nieta, que es el leit motiv de nuestras vidas, así que cuando llego a casa primero pregunto por ella…». Por lo demás, este argentino pausado se siente «en un entorno apacible, en el que es respetado y querido, y eso es muy gratificante». De ahí cree que viene su energía.
En realidad, este hombre, como María Dolores Pradera (86), Emilio Lledó (83), Antonio Fernández Alba (83), Federico Martín Bahamontes (82), María Asquerino (85), Ana María Matute (85), Marcos Ana (91) y Carmen Arrojo (93), con los que hemos estado para que nos cuenten el secreto de su energía, ha pasado ya por casi todas las edades. ¿Cómo ve ahora esas sucesivas fronteras? En primer lugar, lamenta haber tenido «algunas actitudes» en la juventud; «me las reprocho, como si fuera mi propio padre. ¡¿Por qué carajo hiciste eso?! Me ocurre. Pero tampoco es preocupante; forma parte de ese soliloquio que mantengo siempre».
Más allá de eso se ve bien. «Porque no tengo afecciones que me tiren abajo. Me operé del corazón hace diez años y sigo bien».
¿Y Marcos Ana, el militante comunista, de dónde saca esos músculos que aún manejan la bicicleta que tiene al lado del ordenador? ¿De dónde le viene su capacidad para seguir escribiendo poesía, memorias, para seguir gestionando esa agenda que le hace viajar a todas partes, y no solo a Valencia, «donde tengo mi novia»? «La energía la saco de los proyectos». Dice Marcos Ana, que pasó veinte años de su vida en las cárceles de Franco, donde esperó que lo ejecutaran: «Cuando hablo con gente mayor, siempre les digo que el final real de la vida es cuando terminan los proyectos. Aunque luego puedas vivir unos cuantos años más. Afortunadamente, tengo muchos y eso a veces te impide pensar incluso en que estás envejeciendo, porque no tienes tiempo para hacer las cosas que te piden. Cuando la gente piensa que ha terminado su jornada en este mundo y no queda más que esperar el final…, pues llega el final. Hay que mantener siempre alguna ilusión, algún proyecto entre manos. Eso es importante».
Habla un hombre que cuando era un chiquillo fue condenado a muerte. Así que es pertinente dejarle contestar con amplitud esta pregunta: ¿Siempre fue así? ¿Siempre sintió usted esa energía? ¿Incluso cuando se repetían los días que, en la prisión, le conducían a la muerte?
«Sí», dice Marcos Ana. «Pero ten en cuenta que nosotros éramos presos especiales, políticos, gente con ideas, y además organizada. O sea que no había vacío en nuestro interior. Éramos como una gran orquesta dentro de la cárcel, y lo que nos preocupaba sobre todo era que no desafinara el conjunto… La desdicha venía por la noche, cuando te acostabas y te tapabas con la manta; los recuerdos de la familia, las desdichas… Pensar en los años perdidos. Esa era la desdicha. Pero el día era muy ajetreado; estábamos muy organizados y convertimos la cárcel en una universidad. Y en aquel pozo de dignidad y esperanza era muy difícil que se vinieran las cosas abajo».
«Lo mismo sucedía con la tortura», continúa Marcos Ana. «Todo era un problema de imaginación. Recuerdo las dos primeras veces que estuve condenado a muerte, la primera por las actividades en la Guerra Civil y la segunda porque en 1943 conmemoramos el Primero de Mayo en la cárcel. Se organizó una caída de compañeros por algo que se había publicado en el periódico; yo me hice cargo del periódico, y a mí me tenían que llevar como responsable. Me torturaron, no delaté a nadie. Me hice la siguiente idea para resistir: que me destrocen, pero volveré con dignidad».
De ahí viene la energía. Y de los segundos de angustia que precedían a la sensación de que él podía ser el sentenciado. «Cuando estaba condenado a muerte conocía hasta los pasos del carcelero, y cuando llegaba nos fijábamos en sus labios. Si estábamos tres o cuatro, antes de que dijera el nombre ya sabíamos si era Carlos o Juan o Fernando, mi verdadero nombre, y lo sabíamos por la posición de los labios. Otros amigos con los que he hablado me dicen lo mismo». ¿Y qué pasa en esos segundos? «Todo. Como un caleidoscopio. Una vez me llamaron para ser fusilado, por confusión. Se podrían tardar unos dos o tres minutos hasta llegar al despacho del juez; pues te aseguro que en ese tiempo pasó por mi imaginación toda mi infancia, mis padres, mi familia… Cuando llegué ante él, ese cabrito que me estaba esperando mira mi expediente, me deja solo y no vuelve hasta veinte minutos más tarde. Y cuando lo hace me informa de que ha habido una equivocación. Me llamaban porque me tenían que comunicar que mi proceso se había anulado. Pero eso no me lo dijeron hasta algunos días más tarde».
De esos segundos proviene la energía. Y de un hecho que él cuenta, y no en broma: «Cumplí 91 años en enero. Me conmutaron la pena de muerte en noviembre de 1961. Así que lo que cumplo son cincuenta años de libertad».
Les hicimos las mismas preguntas a dos académicos, el arquitecto Fernández Alba y el filósofo Emilio Lledó. Han venido juntos. Y les preguntamos cómo funciona una relación amistosa en la que los dos cuentan con tanta experiencia, cómo comparten la energía de la amistad.
Primero habla Lledó. «En principio, por la coherencia con la memoria. Somos seres con memoria, sin ella no seríamos nada. La memoria sustenta la amistad, y la energía de la edad, también. Cuando quieres ver tu rostro, miras en un espejo; pero cuando quieres saber quién eres, te miras en el rostro de un amigo, porque el amigo es otro yo». Fernández Alba coincide. Y ya hablamos de la vejez. Fernández Alba cree que la metáfora que le va es la de frontera. «Los tiempos que se viven en la vejez son tiempos frontera… Los recorres, pero siempre mirando lo que ha acontecido en la vida. Y si en ese camino no te encuentras con la amistad, eres el ser más desgraciado de la vida».
Es cierto que estamos en una frontera, dice Lledó. «Siendo objetivos, sin dramatismo de ninguna clase, tenemos más pasado que futuro. Tanto es así que en esta distinción que se hace ahora de primera, segunda y tercera edad, a la edad en la que yo me encuentro la llamo la edad de la esperanza de vida… A mí, la edad me da felicidad total. Por supuesto, habrás podido cometer alguna falta, algún error, pero crees que no has hecho nada malo, y eso te da felicidad porque con todos los errores que hayas podido cometer te sientes el mismo que eras».
Lledó cree que es el mismo que «con veintitantos años agarró una maleta y se fue a Alemania». Y Antonio ¿cómo se siente? «Con matices. No tengo la experiencia vital que tiene Emilio, que es de una riqueza absoluta. Creo que la materia siempre hay que trascenderla porque, si no, se queda en el pragmatismo más vulgar. Pero sí me encuentro reconfortado con la amistad. Eso da tranquilidad. Y cuando existe esa tranquilidad hay un equilibrio que te permite esa especie de espera a que llegue en cualquier momento la partida del Hades…».
Fernández Alba cree que esta edad que tienen ahora «nos hace encontrarnos en una edad carente de destino, como diría Hölderlin… En las otras edades, cada uno ha tenido puntos de fuga o nuevas perspectivas que estarían más cerca de esa otra frase de Paul Eluard: ‘Al norte del futuro…’. Ahora ya te encuentras en este sitio desde el que te preguntas: ¿cuál es el destino? Esa carencia de destino te da una impresión del tiempo y también una ocupación del espacio».
Los dos han tenido ya, por decirlo así, todas las edades. ¿Qué les han ido dando? Lledó: «Tengo que confesar que hace 13 años, con 70, tuve que contestar algo semejante y me pareció que los 70 eran horribles. Ahora digo: ¡quién los pillara! Creo que cada edad ha tenido su afán».
Antonio y Emilio han estado siempre relacionados, como profesores, con gente muy joven, estudiantes. Ellos se hacían mayores, estos eran igual de jóvenes. ¿Qué repercusión ha tenido en ellos ese contacto? Dice Fernández Alba que ese contacto «es un anhelo vital», que te pone como en relación «con la inteligencia, y esta se manifiesta en las edades jóvenes. Un enriquecimiento. El joven es una inteligencia viva que interroga. Y cada generación trae una imagen, un rostro, una mirada totalmente distinta. Nunca se repiten».
Lledó no siente narcisismo alguno al decir que no se siente «superior a mis alumnos, tan solo más viejo; con algunos estudias más, en cada época he sentido una manera peculiar de identificarme con ellos… Nunca he perdido las ganas de comunicar que tuve en mi juventud. Hasta en los últimos cursos de doctorado que he dado en la UNED he sentido esas ganas. Y de ahí viene mi energía, de las ganas de comunicar».
La energía es una forma de vida, no cabe duda. Estamos con Ana María Matute, la última ganadora del Premio Cervantes. Engaña esa apariencia frágil con la que sale del ascensor como si fuera una flor blanca; luego pide un gin-tonic, pero rectifica, quizá una cerveza le siente mejor a esta hora del mediodía. ¿Siente usted que la edad, a medida que pasa, es una frontera o un aprendizaje? «Un aprendizaje. A veces, en según qué aspectos, te dices: ¡Mecachis, si pudiera tener veinte años ahora! Lo que es muy molesto es la incapacidad física. Por ejemplo, ahora que tengo que ir en silla de ruedas, que tengo que pedir que me ayuden cuando voy a cualquier parte… Yo, que he sido una mujer tan independiente. Esto sí que es un poco duro».
Pero al final, concede Ana María Matute, te acostumbras y te dices: «¡Hombre, yo lo he hecho también con viejecitos, pues que ahora lo hagan conmigo!». Y estalla en carcajadas. Ana María, ¿la edad acrecienta la sabiduría o uno sabe porque va aprendiendo? «Depende de la persona. No hay una regla. Hay personas que aprenden con la edad y otras que se vuelven insoportables. Quizá porque al sentirse disminuidos lo llevan muy mal, casi sienten odio hacia los jóvenes. Eso a mí no me ocurre… En fin, hay viejos muy buenos y viejos muy malos».
La edad, en todo caso, hace más imprescindible la amistad: «Es más importante que el amor. Es otra forma distinta de amor… Y cuando eres viejo como yo, muchos de los amigos de tu edad son tus cómplices. Como en el amor».
Ella dice que es «de la época de los niños asombrados. Supongo que en la mayoría de personas llega un momento en que dices: ‘ya lo he visto todo y ya me ha pasado de todo’. Pero hay otros, como yo misma, a los que, aunque nos hayan pasado las cosas más desagradables de la vida, todos los días nos asombra algo. Por tanto, te digo que conservo un poquito de juventud».
Cuando le citamos al ciclista Bahamontes (que dejó la bicicleta cuando dejó el ciclismo, pero que aquí, en esta oficina suya de Toledo, sigue rodeado de ellas, y desde hace décadas organiza campeonatos) los nombres del resto de los veteranos de este reportaje, dijo, en medio de una carcajada: «¡Yo estoy mejor que todos esos que has nombrado. Fijo!». ¿Cómo lo logra?, le preguntamos enseguida. «Muy sencillo. Te vienes mañana sábado y cuando me veas me preguntarás: ‘¿Y eso haces todos los sábados y todos los domingos?’. Pues lo hago. Trabajar. Desde por la mañana hasta las dos o las tres, que paro para comer. Y a la media hora estoy enganchado otra vez. Me levanto a las siete, y no paro».
Habla con orgullo de ese vigor, y con orgullo habla de las gemelas que dio a la vida hace poco más de veinte años, cuando tenía algo más de sesenta. ¿Y de dónde le viene la energía? «De la ilusión… Y de la vida. Empecé a trabajar a los 11 años, echando piedras en un volquete; mi padre machacaba las piedras, e íbamos desde Villarrubia de Santiago hasta Ocaña por una carretera de tierra». Ocaña le lleva al recuerdo de las cárceles, donde estuvo su padre, y a la guerra. «No se me olvidará en la vida porque los de la CNT quisieron fusilarle. Lo tengo grabado. Cuando eres pequeño se te queda todo mucho más marcado que cuando te vas haciendo mayor».
La bicicleta lo halló trabajando; «en lo que pillaba»; iba y venía en bicicleta, y un día el padre le gritó: «¡Que estás seleccionado para la vuelta de Ávila!». Tuvo un padrino (Evarist Murtra, un empresario barcelonista; Bahamontes es ahora un convencido culé), ganó todo lo que se le ponía por delante, y ahora, aunque no corre, sigue compitiendo. Es de herencia: «Mi abuelo, el padre de mi madre, desde pequeñito tenía este carácter. Era pequeño, pero matón. Mi madre decía siempre: ‘Alto y flojo como el hinojo’. Porque cuando son más altos les cuesta más agacharse y trabajan peor. Hay poquitos grandes que doblaran bien el lomo».
¿Y la veteranía es un grado, Bahamontes? «Mucho. La experiencia es más que la fuerza». Está lleno de memoria, y pasa de la veteranía al recuerdo. «A Fausto Coppi le invité a una cacería porque nunca había visto correr galgos. Fuimos a Talavera, a una finca más grande que la mía. Echamos una liebre y antes de comernos las migas me dijo: ‘Si te dedicaras a correr el Tour…’. Se refería a la general, no a la montaña. Pero entonces yo no tenía equipo. Me dedicaba a la montaña, que era mi fuerte, y en la que podía demostrar mi valía. Les gané a todos en los Pirineos. Le metí a Anquetil cuatro minutos y pico. ¿La energía? Pues venía de que me subía aquí el cerro de los Palos, salía a tope y en frío… Un teniente coronel me dijo: ‘Tú corriendo has ganado más que yo como teniente coronel y te mantienes mucho mejor’. Sí, pero el sacrificio que llevo…». ¿Y a usted cómo le afecta tener 82 años? «Que no puedes darle marcha atrás como a los relojes para poder estar al pie del cañón toda la vida». Pero si no trabajara, dice, «estaría hundido».
Pues María Asquerino, una de las grandes actrices de la escena (y del cine), sí decidió dejarlo, no trabajar más, cuando aún habría tenido energía para seguir. La energía, que mantiene leyendo, paseando, yendo al teatro a ver a sus colegas, no le viene de herencia, «porque a mis padres no les gustaba salir. Eran unos cómicos clásicos, de los de antes, siempre metidos en el teatro».
Los padres se separaron poco después de nacer María. «Mi madre tenía mucho carácter, y mi padre era más blando. Los quería y los admiraba mucho».
¿Se puede vencer a la edad, María? «Claro. A mí no me cuesta ningún trabajo porque me muevo, no soy esa clásica mujer que se queda en casa viendo la televisión. No, no. En cuanto me despierto estoy deseando irme a la calle. Me gusta la calle, hablar con la gente, ir de acá para allá, ir al centro. También voy mucho al teatro Español porque tiene un bar muy simpático, al que van los actores que trabajan allí. Siempre son muy amables conmigo».
Ella decidió hace cuatro años que ya no quería trabajar. «Porque empecé a ver a algunos actores que ya no deberían estar trabajando con la edad que tenían y a los que la gente ponía un poco verdes. Me dije: ‘A mí no, así que me retiro’. Siempre he tenido buena memoria para estudiar, pero me empezó a bajar un poco y eso también me influyó. Y me dieron ganas de irme a donde me diera la gana».
Lo último que hizo fue una versión de Tío Vania, de Chéjov, en el María Guerrero. Y se dijo: «Ya no más. Me voy con un autor tan importante como Chéjov, en un teatro importante y público. Me voy».
Se fue en forma, sí, «completamente en forma»; ahora se mueve, hace gimnasia, se entera de lo que pasa, lee el periódico… «Esos que no leen el periódico y se sientan en casa a ver la televisión, mal asunto».
No se rinde, jamás, María Dolores Pradera. Aquí está, en su casa; llega su hijo Fernando Fernán-Gómez, galerista. Ella está radiante, aunque hace un rato tuvo que someterse a unos minutos de fisioterapia, pues un brazo la anda fastidiando. Pero ahí está la voz, que sigue fresca, la energía de la mirada. «Creo que en mis ojos hay algo heredado de mi madre; el colorido y la viveza. Procuro estar alegre. Si no lo estoy, me lo impongo, me cuento chistes de cuando era pequeña y me río muchísimo. Eran unos chistes muy divertidos».
Nunca la tocó un bisturí, «¡qué miedo!». Y siempre ha estado rodeada de jóvenes. «Mi madre decía: ‘Estar entre jóvenes es puro egoísmo, porque todos me van a echar una mano. Si son de mi edad, no pueden ayudar en nada». Fue fumadora hasta los sesenta años, «pero lo dejé porque los nietos se burlaban de cómo fumaba la abuela». Pero no, no se ha cuidado la voz especialmente. Y sigue cantando.
Le pesa la biografía, dice. Su padre, Juan Pradera, murió muy joven, la madre remontó la tristeza, «pero fueron años duros» a los que se suman las ausencias de sus hermanos muertos, que ahora llenan de memoria la casa. Se superan los malos tiempos «cultivando amigos, llamándolos por teléfono, sabiendo que no me olvidan, y entonces me recupero». La música le da esperanza, «no podría vivir sin música». Y sin arreglarse. ¿Qué es envejecer para usted?, le preguntamos. Y ella dice, como si encontrara un eslogan: «Envejecer es no arreglarse». Y añade: «No tener curiosidad, no interesarte por las cosas. A mí me interesa todo».
La indiferencia, dice María Dolores Pradera, es envejecer también. «Y que la fatalidad te enferme». Nació con mucha energía, dice. «Y con un ojo guiñado». Acaso la energía que está detrás de estos veteranos venga de ahí, de que le siguen guiñando un ojo a todo lo que ven, incluido el futuro.
Es lo que hace Carmen Arrojo. Desde el nombre, un arrojo insólito a los 93 años. Está en su casa, un sexto piso en Las Vistillas, desde cuya azotea ve todo Madrid, la ciudad en la que nació y de la que la expulsó la guerra, en la que fue combatiente republicana. Fue, en la República, una militante socialista, y cuando las Juventudes Socialistas se unificaron y se creó el Partido Comunista de España siguió en la brecha. En la contienda fue enfermera, maestra, presa, habitante a la fuerza de un campo de concentración. En el exilio interior, camuflada, hizo punto, cuidó niños, educó a muchachos, se enfrentó a mayores, en Madrid y en Galicia, y cuando ya tenía 57 años, su madre, que vivió casi hasta el siglo, le explicó que debía pensar en el porvenir, y se hizo maestra en un año.
Carmen había hecho los primeros estudios con su padre, que era inspector de Hacienda «y rojo»; no iban a la escuela ni ella ni su hermano porque los padres no querían que les enseñaran religión… Luego, cuando ya era maestra, estudió además para dar clases de filología hispano-francesa, y eso hizo en Barcelona, después de un periodo en que ejerció el magisterio en dos pueblos de Granada.
Sigue en pie, ayudando; ayuda a la Cruz Roja, se manifiesta contra la guerra («la más bárbara de todas las actividades humanas»), ayuda a los que buscan que se cumpla la ley de la Memoria Histórica… Le pregunté qué le hace conservar esa energía progresista que la anima a su edad: «Ayudar, solidarizarme. Eso es lo que me mantiene viva». Y cuando ya nos íbamos por la puerta le pregunté si había tenido hijos. No. A su compañero lo fusilaron los nacionales en la guerra. «Y ya nunca hubo otro como él». Así que ha permanecido soltera, con la memoria intacta, rodeada de gatos que le descuelgan el teléfono, mirando el cielo de Madrid que un día fue un cielo de plomo y que ahora la despierta feliz a pesar de tantas cicatrices como le ha dejado en el alma ese pasado tantas veces dramático y siempre trepidante que ella recita con orgullo y con una voz con la que parece que va a romper a cantar. ¿Energía? Esta veterana la tiene toda.
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