15 Mar LA FORMULA DE LA JUVENTUD
La ciencia del envejecimiento halla el nexo entre la dieta, la salud y la longevidad. Se llaman sirtuinas y han entrado ya en fase de ensayo clínico
Nadie sabe muy bien lo que podría pasar si la población empezara de pronto a vivir 100 años, y en unas buenas condiciones físicas y mentales. Pero ese elixir de la juventud es lo que persigue, en último término, una línea de investigación muy seria, que abarca 800 millones de años de evolución biológica y ha atraído 1.000 millones de dólares de la gran industria farmacéutica.
Un elixir de la juventud promueve más escepticismo aún que un crecepelo. Aparte de resultar demasiado complejo para reducirlo a una fórmula, el envejecimiento parece estar imbricado en la naturaleza más elemental de las cosas: estamos hechos de materiales, y todos los materiales se estropean con el tiempo. Parece obvio.
Pero no lo es tanto. Los materiales de los que estamos hechos las personas -proteínas, ADN, grasas, azúcares- son los mismos en un búho, que puede vivir hasta 65 años, en un mono (50 años), un león (40), un delfín (30), un caracol (15), un ratón (4) o una mosca, que se muere de vieja a las seis semanas de nacer. También son los mismos en una ostra de 100 años y en una tortuga de 200. La longevidad es un producto de la evolución, no de la fatalidad.
La investigación del envejecimiento ha seguido en la última década varias pistas inconexas. Una es el potente efecto de la restricción calórica en la longevidad de todas las especies en que se ha probado; otra es el rastreo de los genes que más pesan en la esperanza de vida de los individuos. Y otra es que las grandes causas de mortalidad en la edad avanzada -diabetes, corazón y cáncer- parecen cada vez más inseparables de la biología de la senescencia en su lógica más profunda.
Pero los científicos se han dado cuenta ahora de que las tres pistas convergen en el mismo lugar. El nexo tiene relación con unas proteínas llamadas sirtuinas. El componente beneficioso del vino tinto -el resveratrol- es un activador natural de las sirtuinas y ha inspirado una nueva generación de moléculas hasta mil veces más potentes que el compuesto original, algunas ya en ensayos clínicos de fase 2. Se llaman «activadores de las sirtuinas». ¿Pueden ser el primer elixir de la juventud?
«Glaxo Smith Kline ha invertido cerca de mil millones de dólares en activadores de las sirtuinas», explica a EL PAÍS el codirector del laboratorio de biología molecular del envejecimiento de la Universidad de Harvard, David Sinclair. «Su intención es desarrollarlos como fármacos contra enfermedades asociadas al envejecimiento, como la diabetes y otros desórdenes metabólicos, lo que a su vez prevendrá a los pacientes contra muchas otras enfermedades: trastornos cardiovasculares, cáncer, Alzheimer e incluso las cataratas y la osteoporosis».
«Pero esta tecnología no mejora la salud sin extender la longevidad», prosigue Sinclair. «Lo uno se basa en lo otro; si estas moléculas funcionan en los ensayos clínicos, la gente vivirá unas vidas más largas y saludables». Sinclair, que ha publicado varios trabajos esenciales sobre las sirtuinas en Nature, Science y Cell, es asesor científico de Sirtris Pharmaceuticals, fundada en 2004, dedicada por entero a estos compuestos y adquirida el año pasado por Glaxo.
La esperanza media de vida en los países desarrollados se ha duplicado en los últimos 100 años -rondaba los 45 años al empezar el siglo XX- debido a las vacunas, a los antibióticos y al saneamiento de las aguas. El fenómeno refleja la victoria de la medicina occidental sobre la enfermedad infecciosa, un avance que todavía está por llegar a los países en desarrollo. Y también muestra que lo característico de la especie humana no es la vida media, sino otro parámetro.
Siempre ha habido unas pocas personas muy longevas. Demócrito, el más influyente filósofo presocrático y autor de la primera teoría atómica, murió en el año 370 antes de Cristo -casi en tiempos de Aristóteles- habiendo cumplido los 109 años. Así lo hizo constar, maravillado, el astrónomo Hiparco de Nicea, una fuente científica al fin y al cabo. Sin abandonar el bien documentado territorio de los pensadores antiguos, también consta que Jenófanes, Pirrón y Eratóstenes frisaron la centena.
En 1990, centenario de la muerte de Vincent van Gogh, los periodistas empezaron a llegar en tromba a Arles, la tranquila ciudad de la Costa Azul donde el genio pelirrojo encontró su estilo pictórico. La prensa se enteró pronto de que aún quedaba viva una mujer que había conocido al pintor. Se llamaba Jeanne Calment. Había nacido en 1875 y tenía, por tanto, 13 años cuando Van Gogh pintó la terraza del café de Arles y su famoso cuadro del dormitorio.
La mujer contó a los periodistas que su hija había muerto de forma algo prematura en 1936. El marido hizo lo propio en 1942, cuatro años antes de que pudieran celebrar las bodas de oro, y su único nieto falleció en 1963. Ella todavía fumaba en el centenario del pintor, y lo seguiría haciendo unos cuantos años más.
Se supo después que, en 1965, la señora Calment le había cedido su apartamento a un abogado a cambio de una pensión vitalicia. Ella tenía entonces 90 años, así que el hombre pensó que hacía un buen negocio. Pero el abogado llevaba dos años muerto y había pagado el piso tres veces cuando Jeanne Calment expiró en 1997, a la edad de 122 años, 5 meses y 14 días. Es la marca absoluta de nuestra especie: la vida máxima del ser humano.
A diferencia de la vida media, que se ha duplicado en Occidente en cuestión de un siglo, la vida máxima sí que parece una constante biológica. Las personas que superan los 110 años son tan objeto de admiración en nuestros días como lo eran en tiempos de Hiparco de Nicea. El Instituto Nacional del Envejecimiento de Estados Unidos estima que, de los 6.800 millones de habitantes del planeta, «quizá no más de 25 personas superen ahora mismo los 110 años».
Los genes importan. Algunos ancestros de Jeanne Calment eran recordados en Arles por su longevidad. No hay duda de que vivir muchos años es un rasgo que tiende a agruparse en familias. Según el New England Centenarian Study de la Universidad de Boston, el mayor en su género, los hermanos de un centenario tienen el cuádruple de probabilidades de superar los 90 años que la media de la población.
El efecto de los genes en el envejecimiento es una vieja predicción de la teoría evolutiva. El genetista británico John Haldane lo propuso en los años cuarenta para explicar que enfermedades neurodegenerativas como el Huntington, que es estrictamente hereditaria, se hubieran mantenido en la población humana pese a su letalidad.
Como el Huntington se manifiesta después de los 40 años, razonó Haldane, y en la antigüedad poca gente llegaba a esa edad, la mutación letal del gen había pasado inadvertida para la selección natural. El argumento de Haldane se puede generalizar a otros genes menos deterministas, como los que favorecen el cáncer, la diabetes o el infarto: las enfermedades de la edad.
Uno de los genes del envejecimiento mejor conocidos en todo el reino animal se llama FOXO, y también es el principal determinante genético de la longevidad humana. Varios trabajos recientes han revelado una fuerte correlación entre las variantes del gen FOXO y la edad que alcanza una persona. Y también con su riesgo de cáncer, diabetes y enfermedades cardiovasculares. Según se ha comprobado en estudios entre alemanes, franceses y japoneses, cierta variante concreta del gen es bastante común en los nonagenarios, y aún más común en los centenarios. Nadie sabe qué variante llevaba la señora Calment.
Sin embargo, hay una forma bien conocida de violar el techo biológico de las especies. Su descubrimiento se remonta a los años treinta y se debe a un profesor de ganadería: Clive McCay, de la Universidad de Cornell. McCay sometió a sus ratas a una dieta baja en calorías, como habían hecho otros, pero fue el primero en añadir vitaminas y minerales al escaso pienso para evitar la desnutrición. Vio que los animales vivían cuatro años en vez de los tres normales, y publicó sus datos en 1935.
Pero las pruebas de la generalidad de esta técnica sólo se han ido acumulando en los últimos años. Reducir la ingesta de comida en un 30% o 40% prolonga la vida de las levaduras, los gusanos, las moscas, las ratas, los ratones y los perros. Y también previene de las dolencias propias de la edad avanzada en todas las especies, como las enfermedades neurodegenerativas, el cáncer y la diabetes, que a su vez es la principal causa del daño vascular y el infarto.
El efecto beneficioso de la restricción calórica se ha atribuido por lo general a que «vivir mata». Por ejemplo, comer acelera el metabolismo (la cocina de la célula), y esa mayor actividad genera «radicales libres», o especies químicas muy reactivas que van dañando las maquinarias fisiológicas. Menos comida implicaría menos metabolismo, menos radicales libres y menos envejecimiento. Pero esa idea ha resultado demasiado simple.
El antiguo jefe de Sinclair, el biólogo del Massachusetts Institute of Technology (MIT) Leonard Guarente, descubrió hace 10 años que la activación de la principal sirtuina, SIRT1, bastaba para prolongar la vida de la levadura de la cerveza, un hongo capaz de envejecer pese a su naturaleza unicelular. Otros laboratorios han visto después que las copias extra del gen SIRT1 tienen el mismo efecto en gusanos, moscas y ratones, extendiendo su vida hasta un 50%. Que un solo gen aumente la longevidad en organismos tan separados es la clase de evidencia que apunta a un regulador clave del proceso.
Guarente y Sinclair vieron que SIRT1 es una proteína capaz de modificar a muchas otras proteínas, y que lo hace en respuesta al indicador universal del estado energético de toda célula: un derivado de la vitamina B3 llamado NAD. Eso les indicó que SIRT1 podía ser el buscado nexo entre los genes de la longevidad y los, hasta entonces, misteriosos efectos de la restricción calórica.
La hipótesis recibió un respaldo decisivo cuando Pere Puigserver, del instituto del cáncer Dana-Farber, en la Universidad de Harvard, demostró que la restricción calórica eleva los niveles de NAD en el hígado de los mamíferos, lo que a su vez estimula la actividad de SIRT1. Pero ¿a qué se debe esta íntima conexión entre la longevidad y la escasez de comida?
«La única causa que puede explicar ese conservado proceso evolutivo del envejecimiento es que esté controlado por un programa genético», responde Puigserver a EL PAÍS. «La misma explicación se puede dar a los efectos universales de la restricción calórica sobre la longevidad, porque la escasez de nutrientes controla la actividad de esos mismos genes conservados».
«Los nutrientes son una señal muy primitiva», prosigue el investigador español, «que en los animales se ha conectado con las hormonas que controlan el metabolismo, como la insulina. Ahora bien, la pregunta clave es cuántos genes están implicados, cómo funcionan y qué proceso celular es el determinante».
«Las sirtuinas son genes de la supervivencia», añade por su parte Sinclair. «Evolucionaron para mantener vivos a los organismos en los tiempos adversos. Cuando la comida escasea, SIRT1 se enciende, y creemos que esto es lo que permite a los animales sometidos a una dieta estricta vivir más de lo normal y con una salud mejor de lo normal. Ya sabemos por estudios con ratones que los activadores de SIRT1, o stacs, confieren los mismos beneficios que una dieta hipocalórica».
En noviembre, un equipo dirigido por Johan Auwerx, de la Ecole Polytechnique Fédérale de Lausana, mostró que uno de esos activadores, SRT1720, imitaba en pruebas con ratones todos los efectos beneficiosos de una dieta baja en calorías. El fármaco experimental previno por completo el engorde de los ratones tras 10 semanas de dieta rica en grasas, además de evitar que desarrollaran resistencia a la insulina: el umbral de la diabetes y el daño cardiovascular.
Uno de los autores del trabajo es Carles Canto, del laboratorio de Auwerx en Lausana. «SIRT1 constituye una diana tremendamente atractiva para la industria farmacológica», dice el científico. «La activación de SIRT1 parece promover acciones antiinflamatorias y una mejora metabólica global en situaciones de obesidad e intolerancia a la glucosa. Pero sus efectos sobre la longevidad no están tan claros en mamíferos».
Puigserver coincide con esa apreciación: «Aunque en organismos inferiores se ha demostrado que los activadores de SIRT1 extienden la vida, sus efectos en mamíferos parecen estar más ligados a la protección contra las enfermedades relacionadas con el envejecimiento, como la diabetes, el cáncer y la neurodegeneración; de modo que afectan al tiempo de vida, pero de una manera más indirecta».
Si las nuevas moléculas están basadas en el resveratrol del vino tinto, ¿qué se puede decir sobre el compuesto original? «Los estudios con resveratrol son prometedores en cuanto a su posible uso terapéutico», responde Canto. «Pero las concentraciones de resveratrol en el estudio de nuestro laboratorio equivalen a unos 300 vasos de vino diarios, lo que estaría muy lejos de resultar beneficioso para la salud».
Mientras llegan los avances farmacológicos, siempre queda la opción con mejores credenciales entre todos los expertos. «Lógicamente, no existe la vida eterna», dice Canto, «pero sabemos por los estudios en animales que la restricción calórica permite aumentar tanto la vida media como la vida máxima, el techo biológico máximo de cada especie».
«La restricción calórica está comprobada en muchas especies, y hay ciertos indicios en humanos», añade Puigserver. «Hay otros regímenes que -al menos en ratones- parecen tener una eficacia parecida, como las dietas deficientes en metionina o el ayuno intermitente».
Comer un día sí y otro no: eso sí que es una larga vida.
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