31 May Vivir solo en tiempos de pandemia.
En España había casi cinco millones de hogares unipersonales en 2020. El confinamiento y las restricciones sociales se viven de otra forma dentro de ellos.
Ana Bulnes
Julen Pineda, de 31 años, se mudó a su nuevo piso en Vitoria el 5 de marzo de 2020. Tras haber compartido casa varias veces y haber vivido con su madre los últimos años, ese fue su estreno solo. Nueve días después, el Gobierno decretó el estado de alarma. “Empecé mi soledad a lo grande”, recuerda ahora. Como tenía ganas de vivir solo, tras los primeros “días de susto”, llevó el confinamiento bastante bien. Decidió aislarse del todo y no saber nada del mundo. “Estuve tres o cuatro semanas sin ver un informativo, sin escuchar la radio, sin leer el periódico. Y estuve disfrutando de mi nueva casa todo lo que pude y más”, asegura. El aislamiento fue tal que no se enteró de que se había organizado un hospital de campaña en Ifema (Madrid) hasta que lo estaban desmontando.
Como él, en España viven solas casi cinco millones de personas, según datos de la Encuesta Continua de Hogares del Instituto Nacional de Estadística (INE) de 2020. Antes de la pandemia, que gustase o no vivir en soledad dependía de si era una situación elegida o no. En el último año, incluso los más amantes de sus hogares unipersonales han tenido sus momentos de duda. La psicóloga y psicoterapeuta Cristina Viartola señala: “Cuando la soledad es impuesta y se corta la posibilidad de elegir el contacto social, como en el caso del confinamiento, puede terminar generando sensaciones de pesimismo y desesperanza”. Estas sensaciones pueden desembocar en síntomas de depresión o ansiedad.
No solo eso. El aislamiento social, al que es más fácil llegar si se vive solo en una época en la que no se recomienda el contacto con otras personas, aumenta en un 50% el riesgo de morir por cualquier causa, según un estudio realizado a lo largo de 13 años en el Hospital Universitario de Essen (Alemania) y presentado en mayo de 2020. Además, aunque no se llegue a ese extremo, la falta de contacto físico significa también privarse de sus beneficios: según la Asociación Americana de Psiquiatría, algo tan sencillo como un abrazo reduce la segregación de cortisol, la “hormona del estrés”, y propicia la segregación de oxitocina, la “hormona de la felicidad”. Todo esto puede tener un impacto negativo sobre la salud mental, muy dañada en muchos grupos de la población durante la pandemia, según confirmó en diciembre una investigación de la Universidad de Ottawa.
Alicia Conejero, de 62 años, vive sola en su piso en el barrio de Gràcia, en Barcelona, desde que su hija se independizó hace una década. Prejubilada por enfermedad, antes de la pandemia llevaba una vida muy activa: pertenece a varias asociaciones, a un proyecto de vivienda cooperativa, e iba al gimnasio todos los días. Aun así, también pasaba bastante tiempo en casa y se considera muy casera. Sin embargo, los últimos 12 meses han sido más complicados. Como está inmunodeprimida, su confinamiento fue más estricto y durante los primeros meses no salía ni para hacer la compra. “Se me caía la casa encima”, recuerda. Sentía, además, una “tristeza universal” por la situación y por el mundo. Al verse así, decidió empezar a hacer terapia porque sentía que “no salía de la tristeza”. Ahora sabe controlar más la situación y está “mucho mejor”.
En esa espiral de tristeza también se encontró en varios momentos Eva F., de 35 años. “En abril creo que lloré todos los días”, cuenta. Llevaba solo unos meses viviendo sola cuando llegó la pandemia, pero no era la primera vez y siempre le había gustado. Con el confinamiento se dio cuenta de que en realidad antes pasaba muy poco tiempo en casa. Lo que más afectó a su estado de ánimo durante esos primeros meses fue la incertidumbre económica. Además de los rumores de no renovaciones en su trabajo, su familia tuvo que cerrar su negocio. “Pasé de una situación de estabilidad y tranquilidad a pensar que en cualquier momento me despedían y que mi familia se iba a la ruina”, relata. Como ejemplo del estado en el que estaba, cuenta que llegó a abrazar a un peluche que tenía en casa “en más de una ocasión”. Esto no es del todo extraño, ya que, según señala la psicóloga Cristina Viartola, “el contacto es una necesidad psicológica primaria”, tan necesario como “la comida y la bebida”.
Marina Grandoso, de 25 años, se ha apoyado mucho en su pareja este último año. El anuncio del estado de alarma le generó tal ansiedad que su novio decidió irse a pasar el confinamiento con ella. Dice que esa experiencia los unió, pero fue algo temporal. Ahora cada uno está en su casa. Agradece que se hagan excepciones para que las personas que viven solas puedan verse con otras en su misma situación o con sus parejas. “2020 hubiese acabado conmigo si no hubiese tenido novio, pero tampoco me parece sano apoyar el 100% de mi salud mental en una sola persona”, reflexiona.
Tener en cuenta a las personas que viven solas en las restricciones que se van imponiendo y relajando en las distintas comunidades autónomas es algo que la psicóloga Valeria Sabater considera adecuado, pero cree que habría que ir más allá de permitir el contacto con una burbuja familiar concreta. “Sería necesario también contar con unidades multidisciplinares para atender a quien vive solo (psicólogos, servicios sociales, etcétera)”, asegura. Además, la experta recalca que “la soledad es una enfermedad silenciosa e invisible con gran impacto en nuestra sociedad, que cada año se lleva miles de vidas”.
Alicia Conejero tiene grandes planes inminentes: en un par de meses se mudará a la vivienda cooperativa La Balma, que lleva unos años construyendo con un grupo de gente. Allí tendrá su espacio privado, pero también otros compartidos y sentimiento de comunidad. Una mirada al futuro que considera básica la psicóloga Valeria Sabater para llevar mejor estos tiempos, con o sin convivientes: “Es necesario seguir colocando metas en el horizonte, reformular nuestros objetivos y alimentar la esperanza cada día”.